Esposa de guerra

La guerra continuaba. Entre tanto el horror se respiraba en todo lugar al que se llegara. Se escuchaban gritos de dolor e incluso en un sitio tan hermoso como Florencia se vivía con miedo. Un miedo constante que no te permitía salir por una hogaza de pan sin dejar de pensar que en cualquier momento los aviones podrían rugir y dejar caer sus bombas sobre ti. Por la ventana, se veían las plazas desoladas: sin parejas en el parque, ni el habitual anciano que alimentaba a las palomas. Las calles ya no olían a esa típica pasta casera que alguna abuela haría de cenar. Sólo había una oscuridad espesa, asfixiante; una atmósfera grisácea, que dicen, suele envolver todos los rincones donde hay guerra.

Sin embargo, sucedía algo curioso, a pesar de la constante amenaza estar en plena guerra y vivir consciente de que en cualquier momento podías morir, las personas nos entregábamos al placer, a los excesos, a una necesidad de amar y sentirse amado. Bueno, quizá esté exagerando un poco, ciertamente mis clientes no venían a buscar amor en una prostituta, sino más bien un simple gozo. Nunca escuché a alguien decir ‘’Oh ¡qué linda mujer! Cásate conmigo para vivir una vida llena de amor y felicidad. ¡No me importa tu pasado!’’. Aunque, en realidad, siempre había soñado con esas palabras.

Tenía 15 años cuando comencé a escalar en este mundo, hasta el punto de convertirme en una de las bellas más prestigiadas de Florencia. Hombres de muy buenas posiciones vienen a buscarme. Hombres que mi socio lleva a mi casa, que me miran, se desnudan y hacen lo que desean hacer. Jamás me dedican un buongiorno, mucho menos una declaración de amor. Sólo algunas palabras obscenas cuando se acerca el final de nuestros encuentros.

Todo solía ser así, simple, indiferente, rutinario. Hasta que el 7 de julio de 1943, para ser exactos, lo conocí. Maurizio, mi socio, se detuvo en el umbral de mi casa acompañado de un hombre alto, con aspecto solitario. Maurizio le dio la llave y después se retiró. El hombre solitario abrió la puerta y con gesto dudoso asomó la cabeza. Yo ya estaba preparada para recibirlo, sólo me estaba atando el cabello para poder trabajar cómodamente. Lo miré por el espejo:

Ciao —dijo mientras sonreía—. ¿Puedo pasar?

Naturalmente estos modales no eran comunes en este tipo de encuentros.

—Adelante —dije, al tiempo que ponía mi reloj en marcha para contar las 8 horas de servicio.

—Mi nombre es Luke. Espero que no haya problema en atender al enemigo—dijo esto señalando un bolso con la bandera americana.

—No estamos aquí para hacer diplomacia, así que no me importa que seas americano.

—Mis compañeros me han hablado mucho de ti, —dijo mientras dejaba su abrigo sobre el perchero—.

—Bueno, si quieres disfrutar de tus horas pagadas… —le advertí, mientras me inclinaba hacia él— será mejor que comencemos.

—De hecho… —detuvo amablemente mis brazos que se aproximaban hacia su cuello— realmente no estoy aquí para acostarme contigo.

Esta vez fui yo la que se apartó, lo interrogué con la mirada:

—Sé que suena extraño, pero no me interesa tocarte —me mostró su mano izquierda, tenía un pedazo de tela atado en un dedo simulando un anillo—. No es personal. Una hermosa mujer me espera en casa.

— ¿Lo dices en serio? No es que me asombre ver a hombres casados por aquí, pero…

—           ¿Seré acaso el primero en ser fiel a su esposa y resistirse a los encantos de una bella de Italia? Tranquila, con una copa me basta.

Me invitó a sentarme, después rellenó dos copas de vino que estaban sobre una pequeña mesa.

—Normalmente soy muy modesta, pero ¿para qué desperdiciar la oportunidad de poder estar con una de las más afamadas prostitutas, si deseas ser fiel a tu esposa? —la copa estaba llena hasta el borde. Ahí confirmé que efectivamente no era italiano.

—Quiero salvar mi pellejo, los chicos del campamento dudan que realmente me gusten las mujeres. Y si quiero llegar al menos al frente con vida… debo demostrarles que soy capaz de estar con una dama.

—Pues, si así lo deseas…

—Tranquila. La velada acaba de comenzar. Creo que hay mucho de qué hablar cuando se vive entre una guerra tan grande. ¿Más vino?

Acepté. No supe si parar el reloj o dejarlo correr. Me habló de sus orígenes, me contó que la razón por la que dominaba el italiano era porque su abuela era de Verona, me habló de su vida antes de la guerra… Hablamos sin parar como dos viejos conocidos. El sabor del vino le daba a las palabras un sabor más dulce.

—Luke, ¿qué significa ese trapo que tienes amarrado en el dedo?

—Bueno, este anillo tiene su historia. No estoy casado legalmente porque no tuve tiempo de hacerlo. Sin embargo, antes de partir, Emma, mi prometida, una rubia de ojos verdes tomó un trozo de tela de su vestido, lo dividió en dos e hicimos nuestros votos. Con la promesa de que yo volvería por ella.

—¿Y no te gustaría tener otro anillo? ¿…Un verdadero anillo?

—Por el momento estoy feliz con mi anillo de seda. Al fin y al cabo, su significado es realmente lo que importa. Dime, ¿y tú eres casada?

—¿Una prostituta casada? —dije mientras reía— ¿Qué te hizo pensar eso?

—Bueno, yo… —extendió su mano, apuntando a un anillo de oro que yo claramente reconocía. En su interior, estaba escrito el nombre de una tal María Benigni— Vi que, cuando entré, rápidamente te lo quitaste, cuando tomé la botella, lo vi en la mesa. Tenía curiosidad. ¿Ese es tu nombre? ¿Eres María?

—No. De hecho, ni siquiera la conozco. Un cliente tenía prisa por irse, al salir de la ducha olvidó ponérselo, así que me lo quedé.

—¿Así que ese anillo te da la ilusión de sentirte casada?

—No sólo ese, cada vez que puedo, me pongo los anillos de mis clientes. Pero este es el único que he podido conseguir.

Amore… —lentamente acarició mi mejilla, poniéndome un mechón de cabello detrás de la oreja— No hace falta que te preocupes por ello. Eres una mujer inteligente… y hermosa. Algún día conocerás al hombre indicado.

Al escuchar esas suaves palabras sentí cómo la temperatura de mi cuerpo se elevaba, sentí mis mejillas arder…

—Según el reloj aún me quedan 3 horas a tu lado. Te propongo un trato.

—¿Un trato?

—Sí, mira, por lo que me acabas de decir, deduzco que tienes curiosidad por saber qué se siente compartir la cama con un hombre y sólo dormir. Yo soy un hombre, y quiero dormir. Así que ahora yo te ofrezco mis servicios —su sonrisa se hacía cada vez más radiante.

—Pero, si es un trato… ¿Qué te debo de dar yo?

—Tu nombre. Cuando llegué, yo te di el mío y tú te limitaste a mirarme.  Ahora quiero saber el nombre de la bella mujer con la que he compartido unas copas de vino.

Su propuesta me conmovió, nadie se había interesado por mi nombre, se limitaban a llamarme zorra o perra, y yo lo había aceptado. Pero él no me veía así, me veía como un ser humano… me veía como una mujer.

—E… Eliana. Eliana Rizzo —lo dije como si fuera la primera vez que lo pronunciara, insegura y en voz baja.

—Eliana —meditó un momento—. Eliana Rizzo. Simplemente hermoso —después, me tendió la mano— Señora Rizzo, ¿le gustaría acompañarme a nuestra habitación matrimonial?

Aquella propuesta me fascinó. Sonreí y tomé su mano. Lo seguí hasta mi habitación… nuestra habitación. Se detuvo enfrente de la cama y me miró a los ojos.

—Qué tonto puedo llegar a ser. ¿Cómo lo pude olvidar? —me miró con el entrecejo fruncido, por un momento pensé que se había arrepentido.

Soltó mi mano y con gran fuerza arrancó de su camiseta una tira de tela, la dividió en dos, y tomó mi mano.

—Ahora sí podemos sentirnos como marido y mujer— me colocó una tira alrededor de mi dedo, simulando una argolla. Después besó mi mano y me tendió en la cama. Él se recostó a mi lado. Yo lo abracé mientras se colocaba su anillo de bodas encima del antiguo. Después, durmió entre mis brazos.

¿Quién diría que un pedazo de tela me haría tan feliz? Yo no pude dormir esa noche, bueno, esas tres horas. Por un momento fantasee en cómo sería mi vida si estuviera casada con un hombre como Luke. Imaginé la posibilidad de que cuando el reloj marcara el fin de sus horas pagadas, él me pediría que me quedara a su lado. Me pediría que realmente nos casáramos. Así, tomaríamos copas de vino mal servidas por mucho tiempo. Imaginé que al momento que él despertaría, me miraría dulcemente y diría mi nombre “Eliana”, “Eliana Rizzo” como en mis sueños…

Llegó el momento, el aparato anunció que el servicio estaba completo. Lo vi abriendo lentamente los ojos. Después, lo dijo…

—… ¿Emma?     

Eso fue todo. Sentí mi corazón crujir. Yo no era la mujer que amaba este hombre. Yo no era su esposa. Yo no era Emma. Después de pronunciarlo, se incorporó, me dedicó una sonrisa, tomó su chaqueta y se acercó a mí.

—Jamás había pasado una velada tan perfecta. Tengo que irme, me necesitan en Sicilia. Espero haber sido de ayuda, amore —después se acercó a la puerta, justo antes de abrirla regreso hacia mí con paso decidido—. Quiero decir, Eliana, Eliana Rizzo —me puso en la mano aquel anillo de tela con el que se había convertido en mi esposo… y se fue. Ya no sería la señora Rizzo.

Al poco tiempo, supe que el 10 de julio de 1943, tras una cruenta batalla, murieron en Sicilia más de 29 000 aliados dejando a miles de familias destrozadas. Yo pensaba particularmente en una viuda americana, una joven rubia de ojos verdes llamada Emma…

Por mi parte nada ha cambiado, excepto el anillo que llevo en mi mano que, de estar hecho de oro, se convirtió en un pedazo de tela de una camisa vieja. Aún sigo en Florencia, sigo siendo una prostituta que programa el reloj para controlar el tiempo con sus clientes. Sin embargo, todavía espero que un buen hombre, después de cruzar la puerta me dedique un buongiorno dulce y tierno. Aún soy una esposa de la guerra.

Fátima Águila Cardona

Preparatoria Regional de Lagos de Moreno

El silencio de la mujer. Kristian Michelle Silva Caraveo. Preparatoria 4.

Beethoven

Beethoven

Conocí a Beethoven afuera de un restaurante, me miraba juguetón y parecía que tenía hambre, así que lo llevé a mi casa y ahí se instaló. Era muy dócil al principio, muy limpio y cariñoso, pero con el tiempo fue agarrando mañas, y ahora tengo que soportar ver el piso sucio porque le encanta pisar los charcos en la calle y entrar a la casa sin limpiarse en el tapete, embarrar los sillones de comida, dejar la cama llena de pelos, orinarse en las plantas y pasarse el día frente a la televisión. Intento hablarle, acariciarlo, pero siempre me ignora y se limita a pedirme que le prepare la comida, pero qué puedo hacer, llevamos diez años casados y es el padre de mis dos hijos

Romanticismo

Había una vez una mujer que no sabía de símiles, ni de hipérboles, ni de analogías, ni de metáforas, ni de ninguna otra figura retórica, y cuando su enamorado le dijo: “tú eres la única que posee la llave para llegar a mi corazón, úsala”, ella le clavó la llave de la puerta de su casa en el pecho hasta atravesarle el corazón.

Jhovana Itzel Aguilar Jiménez

Preparatoria 8

Demonios. María Fernanda Soledad Estrada. Preparatoria Regional de El Salto.

Fantasmas de la niñez

Fantasmas de la niñez

La puerta chirrió mientras se abría. Alicia rápidamente se escondió bajo las sábanas.

Con qué anhelo deseó que fuera un fantasma, pero no, era papá, una noche más.

Santo

Si quemas mis recuerdos un miércoles de ceniza, no vuelvas cuarenta días después convertido en santo.

Metamorfosis

Sus ojos se volvían gelatinosos, y su carne blanda y blanca. Su único deseo era fornicar y destruir.

Despertó horrorizado. Sólo fue un sueño.

Siguió su vida, tan cucaracha como siempre.

Belén Carolina García Ibarra

Preparatoria 8

Lucha por lo que amas. Dacia Sofía González Bedoy. Preparatoria Regional de El Salto.

La loza roja

Se decía en las calles del pueblo que ella era tan hermosa como una rosa. Que sus labios color carmesí eran lo más lindo con lo que cualquiera podría encontrarse; se comentaban de su preciosa voz y de sus marcadas y suaves caderas.

                Nunca se supo de nadie que se hubiese resistido a los hechizos de una mujer tan hermosa, y, en mi opinión, especialmente de ella, con esa forma tan voraz de expresarse y ese brillo en sus ojos marrones que te hacía pensar que estabas mirando al interior de una taza repleta de brebaje caliente en la mañana. Cuando sonreía, ¡cielos santos!, cuando sonreía y aquellos hoyuelos se asomaban de su fino rostro parecía que todo en el mundo paraba por un segundo para admirar tan fulminante belleza.

                “¿Tendría novio?”, me llegué a preguntar más de una vez, mas nunca me supe contestar. No conocía a nadie que hubiera hablado con ella, ni tocado su fina piel, nadie con quien me atreviera a cruzar palabra. Estaba demasiado arriba y yo demasiado abajo. Pero un chico puede soñar, y yo soñaba, soñaba con su tacto y con su presencia, con la fuerza de sus pestañas y las delicadezas de sus manos.

                Ella encendía algo en mí, encendía un ardor profundo que me calaba en los huesos y me quemaba hasta la más pequeña partícula de mi alma, tenía ese tipo de presencia misteriosa que me mataba lentamente y me torturaba por no poder tenerla.

                Poco deja a la imaginación, sea como sea. Acerca de mis sentimientos hacia ella, y sin importar que nunca me había hablado, yo ya era su perro fiel, besando y bendiciendo cualquier sitio por donde sus pies hayan pasado, alabando y envidiando a aquellas ligas para peinarse que acariciaban su tan fino cabello día tras día. Por supuesto, como cualquier hombre enamorado, repudiaba a mis compañeros de colegio y vecinos, usualmente mayores que yo y en una mejor posición, que gozaban de acompañarla dando largas caminatas por los parques.

                Claramente nadie le faltaba al respeto, era parte de su encanto, de esa inmaculada cara de ángel a la que yo veía rodeada por su aureola.

                Pero ella a mí… No, nunca había posado sus tan finas y preciosas pupilas en mí, no tendría razones para hacerlo fuera como fuera. Yo no era mayor como esos tipos pedantes que la llevaban de la mano, ni tenía sus carros caros, ni mucho menos le podría dar de esos regalos grandes y bochornosos que seguido aparecían en su puerta ocultando detrás suyo a un chico bien parecido.

                No, yo no le podría ofrecer nada de eso, y me partía el corazón siquiera pensarlo.

                Había días en los que me despertaba y pensaba en confesarlo todo, lo haría, le diría lo que sentía. Otros, bueno, pensaba que no valía la pena, que ella merecía algo mejor y nunca se detendría a pensar en un simple y molesto niño estúpido como yo… Tristemente, el viernes pasado fue más un día de valor que de cobardía, tristemente para mi pobre historia escupida.

                Asistí a la escuela como siempre, mi madre me pidió hacer el desayuno para toda la familia y después de empacarlo me fui a toda velocidad hacia la preparatoria.

                Tomé una clase, dos, y una más antes de que sonara la campana del receso. Ella… Ella iba en quinto al igual que yo pero en otro grupo, y momentos así eran de los pocos que tenía para hablarle.

                Salí del aula y me encontré con ella casi de inmediato en el pasillo. Preciosa, rodeada de sus amigas, luciendo como una estrella o como la luna misma, con esa sonrisa, con esos hoyuelos, con esa mirada y con esa presencia.

                Embobado por su persona olvidé moverme y sólo la miré boquiabierto, por supuesto que ella me notó, quizá por vez primera, parado frente a ella, y en cuanto me di cuenta del ridículo que estaba haciendo me puse derecho y me reacomodé la mandíbula entre las risas crueles de sus amigas.

                —Hola… —le dije tartamudeando un poco, ella remarcó su sonrisa y me contestó.

—¿Necesitas algo?

Mi mente volaba hacia el hecho de que estuviéramos conversando, era un momento puro, de máxima felicidad y nerviosismo. Perdido en su mirada debí de haberme tomado unos minutos más hasta que la voz de una de sus amigas me arrancó de mi fantasía, confesando que sería mejor retirarse, que no diría nada bueno.

                No sé si fueron los nervios o el miedo a que se fuera, pero algo me hizo tomar su muñeca y sólo decirle de manera directa y clara lo que mi corazón me dictaba.

                —Te quiero —le dije entre jadeos. Parecía que recién acababa de salir de un gimnasio cuando tales palabras se resbalaron por mis labios, sudado y torpe. Ella me miró con su rostro confundido y no dijo nada. Tampoco sus amigas hablaron ni los chicos que pasaban.

                —Te… quiero —dije de nuevo, sonrojándome un poco.

Pensé por un segundo que el mortal silencio era culpa de la sorpresa emergente de los corazones de aquellos que no se esperaban que tuviera el valor. Tristemente no fue así, si no que en su lugar ella soltó una pequeña risa antes de que su amiga gritara a todo pulmón “¡tortillera!”

                Mi mundo se detuvo de un golpe, no como lo detenía ella, si no como el freno desagradable de un auto cayéndose a pedazos. De repente todo iba en cámara lenta y a mi alrededor se juntaba gente gritando “¡marica!”, “¡marimacha!” y otros términos que se clavaban en mi corazón… sobre todo las veces que tales palabras emanaban de los labios de mi ángel. ¿A mí? No podrían decírmelo a mí, no, yo era heterosexual. Además, yo no era mujer.

                El ruido provenía de todas partes y poco a poco se convertía en un insoportable eco que taladraba mis oídos.  Me tiré al piso en posición fetal y me llevé las manos a la cabeza. Comencé a gritar y a jadear. No tardó en llegar un prefecto.

                Llamaron a mi madre. Me golpeó en el auto. Ella llamó a mi padre, quien lloraba de decepción. Surgió el término “lesbiana”, pero nadie me permitía explicar que un hombre no puede ser lesbiana por obvias razones. Mas mis palabras no parecían apelar bien a los oídos de mi madre y padre.

                Finalmente llegó mi tío, hombre fuerte y alto, demasiado adepto a la religión católica, que pasó su vida trabajando en la construcción. Me tomó del cabello y me arrastró por las escaleras hacia mi cuarto, ahí con sus manos me arrancó la ropa y me dejó expuesto ante el espejo. Mi cabello largo y ondulado, mi propia cadera, mis pechos y mi pelvis me susurraban en el espejo cosas que no quería escuchar, cosas que entraban a mí ser por mis ojos en negación. Yo gritaba tan fuerte como podía, pero esto no daba resultado.

                —¡Mírate, Esmeralda! —gritaba él— Ese no es un cuerpo de chico y nunca lo será, acéptalo. ¡Naciste siendo perra y perra morirás! Y como perra vas a buscarte a un hombre en vez de decir idioteces en la escuela —gritó a mi oído lastimando mis torturados tímpanos mientras recorría con manos sucias y violentas aquel cuerpo que se reflejaba en el espejo y que no reconocía como mío.

                Al final jaló de mi cabeza y dejó que esta se estrellara fuerte contra el piso. Me sentí mareado y se me nubló la vista. Escuché un portazo y cubrí mi desgraciado cuerpo con los harapos que quedaron de mi camisa. Cuando mi cabeza dejó de dar vueltas, lo primero que vi fue a aquel endemoniado espejo y como a través de mis andrajos se reflejaba una piel que no era la mía, unos senos que no podrían ser míos y una entrepierna que no podría ser mía.

                Me levanté con piernas temblorosas y por primera vez en mucho tiempo observé el cuerpo de mujer que mi alma habitaba. Por mi mente pasaron los golpes de mi tío, los vi en mi cabello. Sus manos tocando todo lo que no debería ser tocado, a esas las vi en mis pechos. Vi el golpe de mi madre en mis caderas y a las palabras de mi padre en mi cintura. Vi sus lágrimas en la forma en la que creaban curvas mis piernas, y vi las rosas de todos, y al rechazo de mi ángel marcados en mi entrepierna.

                Las lágrimas se apoderaron de mí. Sólo podía rasguñar mi cuerpo con desesperación y con horror. Quería quitarme ese disfraz deplorable, esa piel que no era mía, ese nombre que no era mío.

                Al final perdido entre los laberintos de la desesperación terminé por encontrarme con una vieja navaja de afeitar de aquellas clásicas que aparecen en las películas de época y la llevé conmigo hacia el espejo.

                Incisión tras incisión tajaba todo lo que volvía a mi cuerpo tan ajeno a mí, y cada vez hacía más frío. Ardía, dolía y me retorcía, partes mutiladas de aquel cuerpo caían al piso, aquella piel. ¡Esos malditos senos! Sin embargo, el color rojo que pintaba la loza del suelo me recordaba que en unos segundos esas malditas curvas desaparecían para siempre.

                En algún punto sin fuerza caí al piso. Temblaba y miraba hacia abajo contemplando mi cuerpo con forma más varonil, más mía. Como pude solté una sonrisa y cerré los ojos. No era perfecto, pero quizá de esa forma le gustaría más a ella. Quizá de esa forma podrían verme como lo que era, un niño ingenuo enamorado de una preciosa mujer.

                No volví a abrir los ojos. Mi lecho fue para siempre la loza teñida de rojo de aquel cuarto y me pregunté, mi alma se preguntó, si en mi funeral me pondrían traje fino, y si eso le parecía a ella de alguna forma atractivo.

Sofía Zazhil Román Verde

Preparatoria 9

Quién soy yo. Dulce María Cobián Flores. Preparatoria Regional de El Salto.

Satanás

Engaño y manipulo a mi antojo.

Me es tan fácil que se convirtió en un hábito.

Lo comencé con una manzana.

César Enrique Orozco Orozco

Preparatoria Regional de Arandas, módulo San Ignacio Cerro Gordo

Éxtasis

Ahí estaba.

Tentándome, llamándome a gritos. Hasta que caí en su sucio juego.

Recorrió mi cuerpo, me llenó de su esencia, me elevó hasta las estrellas, me inundó de placer.

Y cuando terminó, me administré otra dosis.

Cristabel Sánchez Jiménez

Preparatoria Regional de El Grullo

Holocausto. Ivanna Montserrat Diéguez Vivas. Preparatoria 20.

Camino enterregado

Es un camino enterregado en medio de la nada. Haces los ojos chiquitos buscando a los lados un pueblo, una casa, un mísero árbol, algo más que no sea la procesión en la que vas embutido, arrastrado a la fuerza por el gentío acalorado, apestoso. Intentas mirar por encima de las cabezas, pero el sol se fija delante, enorme, te deslumbra. Tal vez llevan un santo, piensas, pero cuando preguntas, nadie te responde, miran al frente, un poco alzadas las cabezas, como hipnotizados por la luz. Es ahí cuando adviertes que el cielo tiene una tonalidad rojiza, como si destilara sangre y bañara las nubes. La gente va seria, silenciosa, parpadea de vez en cuando, muy comprimida, sin dejar huecos libres para escapar. Los brazos chocan, las manos se confunden con otras, se rozan las espaldas y las piernas, se respiran en la oreja, en la nuca, pero nadie se queja; se aglomeran los olores, los alientos y los sudores.

                Vuelves a intentar mirar lo que va adelante; pero el brillo del sol es tan fuerte que te arden los ojos. A tus costados, sólo hay suelo llano, seco, con insípidos matorrales aquí y allá. El aire se siente espeso, empolvado y más caliente conforme van caminando, te araña la piel y hasta respirar duele. El suelo está cuarteado, parece que no ha llovido en muchos años.

                —Aquí nunca llueve —dice una mujer, sin dejar de mirar al frente.

                —¿Adónde vamos? —le preguntas.

                El peso del sol ha comenzado a fatigarte, te dan calambres en las piernas, te gustaría detenerte, pero en cuanto dejas de moverte la multitud compacta te arrastra.

                —Nadie sabe —responde un hombre.

                —¿Dónde estamos?

                —En el desierto, supongo —responde otro.

                —Es Sonora, de seguro.

—Adelantito está la frontera, por Dios que sí.

                —¿Adelantito? Llevo días caminando y aún no llegamos a ninguna parte —dice la mujer —. Debería estar trabajando, mi casero ya me advirtió que me va a echar si no le pago los meses de renta que le debo, y yo aquí, caminando hacia ninguna parte.

                —¿No está casada? —le pregunta un hombre de corbata. Tú escuchas con mucha atención, no encuentras otro entretenimiento.

                —Los hombres no quieren mujeres usadas como yo. Mi cuerpo ya no seduce como cuando tenía veinte. Qué recuerdos, en esos tiempos cobraba mi buen dinero. Yo era toda una joya.

                —Es usted una mujer mala —le dices.

                —Sí lo soy, rancherito. Me he vendido, he robado, he dado a luz dos veces sin siquiera mirar los rostros de mis hijos, los he abandonado en la calle, los he matado por vanidad.

                —¿Y no se arrepiente de sus actos? —le pregunta el de corbata.

                —Sí, a veces. Pero nunca como ahora, y es que caminar aflora muchos pensamientos.

                —Pues yo también soy malo —responde él—. He estafado a muchas personas, los he dejado en la calle. Hace poco me enteré que un hombre al que yo despojé de todo se ahorcó en la regadera de un hotel a causa de sus preocupaciones económicas. No he dejado de pensar en él desde entonces.

                Empiezas a respirar con mayor dificultad, ya no hay ni una pizca de viento y el calor aumenta, te traspasa las sulas de las botas, te achicharra los pies.

                —¿Y usted?  —te cuestiona la mujer—. No me dirá que es un santo.

                Por un momento no sabes ni quién eres. Entonces los detalles se agolpan y los recuerdos aparecen lentos, brotan de sus capullos difícilmente. Eres Fidencio Ramírez, ganadero, tienes una esposa embarazada y una hijita de seis años. Quieres indagar más sobre tu vida; pero no puedes. Tus recuerdos están muy lejos, no los alcanzas.

                —Soy esposo y padre, me gano la vida honradamente. Yo no soy malo —afirmas.

                El sol ya se cierne sobre ustedes, refulge como una inmensa antorcha encendida. Los cuerpos sudan tanto a tu alrededor que parecen mojados, te tocan por todas partes, mezclan tus flujos y los de ellos. Alzas la vista y sientes cómo se derriten cejas y pestañas. Y recuerdas. Recuerdas a la pobre Crisálida en el suelo, llorando. Se endereza lentamente, con el rostro amoratado y sangrante, y te mira con los ojos perdidos, ajenos, acusadores; no es la mirada de Crisálida. Ella siempre luce arrepentida o asustada; nunca delatadora, nunca verdugo.

                —Lo mataste —te dice, abrazándose el vientre.

                Desde el inicio de la procesión llegan gritos, unos alaridos agónicos que te hacen dar media vuelta, querer alejarte.

                —Los abandoné en un basurero, desnudos y hambrientos —dice la mujer sin alterarse ante los gritos.

                —Les quité todo, los orillé al suicidio —agrega el hombre.

                —¡Lo maté! ¡Maté a mi hijo! —intentas huir, pero muros de miembros humanos te detienen y te arrastran inexorablemente hacia un calor que arde, quema, pero nunca mata…

Hacía mucho rato que se habían llevado al niño para enterrarlo.

—¡Encontramos a don Fidencio —llega gritando alguien mientras la matrona le limpiaba los últimos rastros de sangre a Crisálida quien seguía llorando quedito—! Anda por el camino a Yahualica, va solo, como borracho, llorando y gritando, quejándose de un supuesto calor tan insoportable que se encueró y mueve los brazos como loco, como aventando gente invisible, que dizque se está quemando…

Jhovana Itzel Aguilar Jiménez

Preparatoria 8

Huellas del tiempo. Yuli Itzel Flores Hernández. Preparatoria Regional de El Salto.
Vivamos mientras seamos jóvenes. Areli Alejandra Ruvalcaba Becerra. Preparatoria Regional de El Salto.

Decisión

Se despertó asustado en una habitación vacía, con una llave en la mano, una puerta de un lado y un cofre del otro. Rápido, la llave abriría cualquiera de los dos; decidió comenzar con el cofre. Dentro encontró un marcador. De los ductos de aire comenzó a salir gas adormecedor; tomó el marcador y se dispuso a escribir en su brazo “abre la puerta”, sólo para darse cuenta que ya estaba escrito.

Icatiani Ernesto Chávez Ortega

Preparatoria 11

Pradera

Tenía los ojos cerrados, escuchaba mi columpio chillar y las golondrinas a coro. Un centenar de sonidos a mi alrededor no llegaban a perturbar la paz y la alegría que tenía tan arraigadas bajo mis costillas. Ahora llovía; las gotas me humedecían los brazos y el rostro. La brisa masajeaba mis mejillas y yo sonreía de gozo.

                Entonces decidí despertar. El columpio eran cláxones y las aves conductores enfadados. La lluvia no venía del cielo, sino de adentro. El tórax destrozado y el abdomen perforado. Qué preciosas disculpas puede pedir el cerebro unos instantes antes de cerrar con telón negro. La sonrisa fija todavía la tengo.

Emiliano González Flores

Preparatoria 9

En un campo de maíz

—Los hombres no soportan ser controlados —dijo la anciana mientras descolgaba un último manojo de ruda del mecate que atravesaba su pequeña choza de madera—. No quieren ser esclavos de nadie. Se alocan cuando sienten que están perdiendo su voluntad. Que no se te ocurra pegarte a ese hombre, niña, que no te traerá nada bueno.

                Entonces la anciana, haciendo a un lado el balde donde tenía las hierbas que habían terminado de secarse, miró a su nieta que estaba a sus espaldas, observándola detenidamente con sus profundos y estrictos ojos cafés. La morena jovencita le devolvió la mirada, furiosa y renuente.

                —¡Tonterías! Él me amará y se quedará conmigo hasta el día en que se muera  —exclamó tajante, no dispuesta a dejarse influenciar por lo que le decía su abuela. La expresión de la anciana se endureció cuando vio que su nieta seguía terca.

                —Tú sabes muy bien que hacer eso casi nunca termina bien.

                —Ya veré yo cómo le hago  ̶ gruñó en respuesta.

                —Ta’ bien, nomás no digas después que yo no te dije nada. Haz lo que se te pegue la gana —respondió la mujer mayor sin dejar caer en ningún momento el velo de serenidad que la cubría, el cual empezó a bordar con un hilo de conocimiento. Apretando los puños y con espalda recta, Cresensia salió de la choza y tomó el camino de tierra que la llevaría al pueblo. Estaba decidida a actuar ese mismo día.

                Como la gigante estrella estaba agonizando, significaba que ya casi era la hora en que comenzaba la feria. Cuanto más se acercaba a la plaza, más gente veía, más murmullos escuchaba y más fugaces eran las miradas decuriadas. Cresensia lo notaba, pero desde hacía buen tiempo las acciones de la gente le valían poco y ese día en especial no pudieron haber sido más irrelevantes para ella.

                Entre la multitud susurrante, las carpas de colores y las flamas artificiales, buscaba lo que le importaba de verdad. No hizo falta que tanteara mucho, porque casi al instante reconoció entre la corriente de cabezas el cabello negro de Florencio. Metiéndose entre el gentío que le daba el paso discretamente “pa’ no molestarla”, siguió el camino del hombre y pronto estuvo a tan sólo unos pasos de él.

                Sus ojos brillaron y su interior fue devorado por mariposas cuando vio de reojo su dura expresión rutinaria. “Nada más necesito acercarme un poquito más.” Estiró su mano cautelosa hacia el hombre, quien ni siquiera percibía los ojos codiciosos que lo perforaban. Cresensia tomó el paliacate que se asomaba del bolsillo de su pantalón y lo guardó en la bolsita de tela que golpeaba en su cadera. Quizás un par de personas se dieron cuenta, pero decidieron voltear para otro lado, “no vaya a ser”.

                Cuando obtuvo lo que quería, sonrió ampliamente y nadó en el mar de personas para poder salir de la plaza e ir hacia el campo. El cielo se tintaba cada vez más de negro, pero eso no detuvo a Cresensia a adentrarse en el maizal para ir hasta el otro lado. Llegó hasta un árbol alto, frondoso y sin fruto. Se puso de cuclillas a los pies del mismo y con sus manos escarbó hasta encontrar un gran pedazo de tela que envolvía velas, hierbas secas, huesos pequeños y un par de frascos con aceites. Tomó las cosas con cuidado, mientras intentaba tapar el agujero pateando la tierra como podía. Inspirada por el amor intenso y saturando de aire sus pulmones, se dirigió entonces al panteón que no quedaba muy lejos.

                Envuelta con la luz y el vaho de las velas, de rodillas en alguna tumba y con la luna mordida curioseando, recitó un hechizo hacia el espíritu de su madre. Con sus cabellos de madera, trozos de paliacate y el calor de su alma, tejió un lazo impregnando de amor con el que ató la mente, cuerpo y espíritu de su amado.

A la mañana siguiente cuando Florencio despertó en su hamaca, sintió cómo el veneno lo embargaba. El primer pensamiento que lo abrazó ese día fue el sobrio rostro de Cresensia. Las líneas que conformaban la figura de la jovencita estarían siempre con él, porque fueron talladas en su alma. Los días pasaron, los pensamientos acerca de ella crecían y también lo hacía la apremiante y abrasadora necesidad de verla. Pero se negaba a ir a buscarla, por más que su espíritu la aclamara. “No me le acercaré a la huerca”, se decía. “Si me voy con esa, mi amá me meterá un plomazo.”

Intentaba distraerse en el trabajo del campo con su padre y hermanos, tomaba con ellos o se iba con otras mujeres. Pero no importaba qué hiciera, el humo del fuego de aquellas velas derretidas continuaba ahogándolo. Y es que el hombre no aceptaba la posibilidad de que la niña o su vieja abuela le hubieran hecho algo, no podía ser, ¿en qué momento? Pensaba que esas cosas eran tonterías que sólo las mujeres creían. Nunca le contó a nadie lo que le pasaba. Entonces pasaron más días y la tortura se intensificó. Ya no dormía para no soñarla, ya no comía por pensarla, ya no salía para evitar creer que la veía en todos lados. “¿Pero por qué pienso en esa?”, se preguntó consternado en una noche de aflicción mientras miraba al techo. “Poquitas veces me la he encontrado. ¿Por qué la quiero ver? ¿Por qué la quiero tocar?”.

Esta vez, sin pensarlo más, lo hizo: trastornado, flaco como un palo y apenas viendo en la oscuridad, se paró de su hamaca, esquivó a sus hermanos que dormían en el suelo, salió del cuarto y después de la casa. Siguiendo el rastro del lazo que lo tenía amarrado, fue a buscar el remedio de su delirio. Sin piel cubriendo sus pies y su tez quemada siendo golpeada por el soplo frío de la media noche, casi sin que sus plantas tocaran el suelo, cruzó el pueblo. Llegó al maizal y no se detuvo. Hizo a un lado los largos tallos con sus manos para poder continuar con su camino de penumbra. No había ni una luz con la cual guiarse, pues esa noche los coyotes se habían quedado sin madre.

El peregrinaje de Florencio terminó sólo cuando llegó al gran árbol de tejocote, allí se encontraba ella, aguardando. Los ojos cajeta de Cresensia y los suplicantes del hombre se encontraron.  Él, quien por semanas se había privado del alimento y del sueño, se sintió lleno de vida cuando la vio. Ella fue un bálsamo para su mente confusa. Fue ahí cuando perdió su voluntad y se convirtió en su esclavo.

¿Se habrá dado cuenta de eso cuando sus pieles rozaron? ¿O cuándo los tiernos labios de ella se deslizaron por los suyos trayéndole lejanos recuerdos? Quizás, aún en la imperturbable oscuridad que los rodeaba y que lo invadía, pudo ver con claridad la profundidad del abismo donde estaba cayendo. Aunque al final, tal vez esa claridad le cegó, ya que no pudo soportar ver su realidad. Él no podía perder eso que es tan apreciado por los hombres, lo más valioso. Su libertad.

Euda Núñez Flores

Preparatoria 10

La reacción ante la huida

El cerebro es una de las estructuras que más ha impresionado a la comunidad científica y al ser humano en general. Es increíble pensar que el mismo cerebro con el que podemos poner satélites en órbita, es el mismo que permitió la primera agricultura y la primera civilización. Este órgano se estructura por capas, ergo, mantiene las respuestas primigenias en el centro y a las más nuevas en capas exteriores.

*

Todo indicaba ser normal, o así lo había sido esa noche y las anteriores. Rubén, oficinista en los días, pintor por las noches, trabaja en una pintura abstracta con manchones azules, negros y blancos, puntas y gota prematura que apenas logra manifestarse en las manos. Un estilo de noche, iluminación lunar. Silencio.

Puerta. Habían sonado tres golpes secos en la puerta del departamento-estudio. ¿Quién será a estas horas de la noche? ¿Qué horas son? Saca su celular del pantalón, lo primero que ve son las 13 llamadas perdidas de Lucía y elimina la notificación, a la par que un signo interrogativo se dibuja en su cara. Una y media de la madrugada. Se gira, y en la acción apaga el cigarrillo en un cenicero de cristal hasta el tope de colillas y ceniza.

Tres nuevos golpes. Misma sorpresa, misma pregunta y nacimiento de una nueva: ¿por qué tanta agresividad? Mira con desconfianza por el ojo de la puerta y tras el paño la ve: es ella. Lucía, mujer moderna, “pareja” de Rubén; secretaria de día de lunes a viernes y, a partir de las seis de la tarde y hasta que el cuerpo necesite dormir, mujer de museos, cafés y galerías. Sólo bebe cuando es necesario.

*

Por ese motivo, nuestro sistema nervioso simpático, que tiene su origen en la médula espinal, cuya función primordial es activar los cambios en la reacción lucha – huida, y nuestro sistema parasimpático, encargado del descanso y de la digestión, reaccionarían de la misma manera en la que lo haría un australopithecus al luchar por la comida que la forma en la que lo hace un imputado en la sala de interrogación: o huimos, o atacamos.

*

Rubén abre extrañado la puerta, ella no tiene por qué estar allí, no es necesario, ya se lo había dicho hace dos días, en la última discusión.

—¿Qué haces aquí, Lucía? ¿No ves la hora? ¿Estás bien? ¿Por qué me llamaste tantas veces?

Silencio por respuesta. Ella suelta su bolsa a un lado de la puerta y de la misma forma se deja caer sobre el sillón de la sala. Pesada. Observa la pintura de Rubén. Lo mira, rostro sin expresión por parte de ella, rostro que piensa por parte de él.

Lucía se levanta del sofá, algo no anda bien, lo siente; Rubén lo siente de la misma manera que lo había sentido ya en las discusiones anteriores y cuyos resultados eran los “berrinches” de Lucía. Ella abre una puerta de la alacena, saca un vaso para volver a cerrar la puertecita y de la sala toma la botella de vodka que estaba por terminarse. Rubén intenta seguir su paso, cierra la puerta de la calle, se sienta en el banco en el que estaba antes de abrir la puerta, la observa servirse vodka en el vaso como si de agua se tratase. Un sorbo, un único sorbo.

—¿No dirás nada? —dijo Rubén tras observarse directamente a los ojos durante 20 minutos que en realidad fueron tres. Raspa la garganta. —Sabes perfectamente que te puedo observar toda la noche sin decir nada. Quieres decir algo, Lucía. —Se escucha el fondo de un vaso vacío tocar la mesa.

—¿Con quién fue la última mujer con la que te acostaste, Rubén? —mujer tajante. Fue un escopetazo en el bosque: una parvada de golondrinas que huyen.

—Conti… —el falso intento de mentira por complacerla fue cortado.

—No, Rubén, ambos sabemos que no es así —dijo casi a gritos, antes de que él respondiera.

*

El rostro pálido es un claro ejemplo que la mayoría de nosotros hemos tenido alguna vez en nuestras vidas; ésta, al igual que las pupilas dilatadas y la sudoración, son registros visibles de que el cuerpo se prepara para el posible desenlace de la reacción lucha-huida. Sin embargo, no es la única respuesta en nuestro organismo. El cerebro ordena el bombeo de sangre a nuestros músculos, los tensa, aumenta la presión sanguínea y las venas se dilatan; el estómago y los riñones siguen las órdenes del sistema parasimpático y dejan de trabajar, por último, los capilares de la piel son contraídos. Listo, ahora usted está preparado para luchar o para huir del peligro que tiene enfrente.

*

—¿De qué estás hablas, Lucía? ¿Es por lo de Alondra? Por Dios, creía que ya habías superado eso, Lucía. Ya lo habías superado, —el volumen de él aumentaba, Lucía sabía perfectamente cómo odiaba que le marcaran sus errores pasados, en especial cuando ya los «había enterrado».

—Sabes perfectamente que no hablo de ella. Estaba en el bar y me encontré a tu amiguita Lorena, ya sabes, la que encontré en tu apartamento cuando regresaba unas cosas y no estabas. Hoy se veía muy contenta, de seguro venía de aquí. ¿Quieres que te dé más nombres e historias? ¿Quieres que responda como tú deberías de hablar?

¿Quieres que nombre a todas las mujeres que han dormido en tu colchón mientras yo me he callado? —el tono subía, el rostro se enrojecía, la voz se quebraba, mientras golpeaba la mesa—. Porque crees que no, pero puedo nombrarte también a Naomi y a Paola, que son de las otras que me he enterado, porque las traes contigo, las portas en tu mirada, en tu cabello como cera para peinar, en los botones de tus camisas. Creí que lo de Alondra no se iba a repetir —un cristal se rompe dentro de la cabeza de Rubén—. Pero sólo has sido llagas en mis brazos…

La cara de Rubén cambió, no iba a tomar la pose de siempre, con la que pedía disculpa e intentaba sacarle la vuelta a todo y concluir con un abrazo y una tensión liberada que tiende a regresar como un resorte.

—Tienes razón, Lucía —decía al encender un cigarrillo, mientras se encorvaba hacia ella y fruncía el ceño. El cínico que llevaba dentro salía a flote, todo con el único fin de dañar. Si ella ataca, yo también—. ¿Pero sabes qué? Ya me tienes harto de tus estúpidos celos y no me importa de dónde viene todo esto. ¡Estás ebria, Lucía, mírate! Y sí, he estado con todas ellas y lo he disfrutado bastante. Y sin embargo…

*

En la naturaleza podemos ver comportamientos basados en esta reacción. Ejemplo: el guepardo, a pesar de tener la habilidad de alcanzar una velocidad de entre 95 y 115 kilómetros por hora, decide en esta lucha por la supervivencia al ataque. Podemos observar cómo un león intenta acercarse a las crías de una madre guepardo, es aquí donde la defensa se basa en el ataque.

*

—Eres un sinvergüenza, pero claro, no debería de sorprenderme, ahora confirmo tu trato hacia mí, me tratas como una cosa aparte, tanto que dices quererme —y al hablar se pone de pie y se quita un brazalete, para lanzarlo hacia donde estaba Rubén, quien lo esquiva sin mucho esfuerzo, sin ganas, no era la primera vez que lo hacía—. Toma todo lo tuyo que traigo, pero si pudiera te aventaba todo lo que hay aquí, tus tontos anillos y tus pulseritas idiotas.

*

La hembra guepardo se acerca hacia el león, quien hasta ese momento había tenido un paso cauteloso, ahora él se acerca en dirección a ella. Se encuentra lo suficientemente cerca. Lucía intenta empujarlo, pero no puede, él pesa lo doble que ella, y los intentos de golpes son detenidos por Rubén, hasta que una bofetada se logra marcar en la mejilla.

El león comienza a perseguir al guepardo, con el intento de igualar su velocidad; ahora ella se encuentra lo suficientemente lejos. El ritual animal se repite, Lucía intenta empujarlo, darle bofetadas.

—¿Al menos podrías fingir que me quieres? —decía con el llanto en su cara y él sólo se dedicaba a evadir los golpes o a detenerlos, a la par de repeticiones del mantra “basta, Lucía, basta”.

El cuadro cae, Lucía lo tira, lo rasga. Pintura negra y blanca tirada en el suelo. Rubén ya está rojo, no por el cuadro, por Lucía. Decide atacar. El león, a la mayor velocidad posible, se acerca a ella. Lucía lo araña, Rubén la empuja, por poco la hace caer y el guepardo se deja ir con todas las emociones. Se empujan, se dicen todas las palabras que viene a la mente. Rugidos. Llantos sordos. Rubén la toma agresivamente de la camisa y después la toma del cuello y la estampa contra la pared cercana a donde había estado el caballete, para impedirle la respiración. Hace el intento de levantarla del cuello, lo suficiente como para ver unas pobres pataletas y varios golpes a un brazo sofocante. El guepardo intenta soltarse con arañazos al león, clavar las garras. Lucía clava fuerte su pulgar en el ojo de Rubén, con el mismo dedo lo empuja mientras da una patada en la entrepierna que lo hace retraerse y liberarla de su sofoco. Toma aire. Ahora un poco más libre, el guepardo clava sus garras en el rostro del león, lo araña, lo hace sangrar. Pequeño chorro, goteo. Rubén está tirado en el piso sobre la pintura negra que le hizo resbalar, ayudada también por un empujón de Lucía y un paso en falso, consecuencia: un golpe duro en la nuca…

Como ya se ha dicho, el organismo reacciona de manera estrepitosa ante un ataque, es por ello que los individuos, al igual que algunos autos deportivos, pasan de cero a 100 en pocos segundos; el guepardo, que tan sólo defendía a sus crías, pasa a ser el atacante cuando en un acto desesperado muerde las patas del león con el riesgo de hacerse más daño. Funcionó. El ataque es ahora la única opción para la defensa. Lucía siempre atacaba para defenderse. Ella se posiciona rápidamente sobre Rubén, para seguir con los golpes, pero ahora con el cenicero de Rubén que había caído al piso y que tomó rápido. El guepardo muerde el cuello. Lucía lo ahorca, clava las uñas, él ya no se defiende. Ya hace tiempo que no se defiende. La bestia no parece dar término a los golpes con el grueso cristal, que poco a poco destrozan el rostro a la par que los brotes de sangre que salen por la boca, la nariz y por la fractura del cráneo se mezclan con los azulejos, la estepa. Arañazos en el cuello de un león. Convulsiones casi mudas. Un chorro de sangre que se detiene poco a poco.

*

La respuesta confunde, existe una hiperexcitación en el organismo. Mira hacia alrededor, el desorden, la sangre, el cuerpo inerte. ¿Ataque o huida? Ya atacó. Respuesta: huir ¿Dirección? Desconocida. Respuesta posible número dos: ¿qué voy a hacer? Pregunta detonante número dos: ¿qué he hecho?

René Flores Ortiz

Preparatoria de Jalisco

La poesía es una fiera que hay que domar con el lenguaje

Alguna vez dije la frase que encabeza este texto, entrevistado para un periódico, previo a la presentación de un libro de poesía, en un verdadero momento de delirio y falsa lucidez. Lo cierto es que el poeta es todo lo que se quiera, menos alguien que busque la Verdad, así con letra capital absolutista: el poeta es timador, saltimbanqui, provocador de sueños, prestidigitador de la palabra, saqueador del alma… Todo, menos lo que divinamente se cree, allá a lo lejos, en un pedestal de brillo de oropel, con destino a ser laureado por un grupo selecto de su estirpe.

                El poeta, que vive la vida de los otros, tiene como alto rango humano excretar la podredumbre del alma en descomposición, vomitar los sueños del otro, crear de un síntoma textual una joya lingüística que redima todo salto al vacío del pensamiento, con todos sus miedos, con todas sus incertidumbres, con todos sus defectos. Y en todos estos sentidos, el poeta es un caleidoscopio que se mira en el espejo de los otros, y éstos a su vez, le devuelven sus historias que él cuenta y canta, canta y cuenta. Octavio Paz decía que hay máquinas de rimar mas no de poetizar: no solo basta con rimar, sino además decir, contar, y si es en ritmo más que en verso, mejor.

                Ritmo es lo que sobra en este caudal de poesía que ahora nos convoca: voces frescas, pero muy potentes, raudales de cantos que arrasan con todo lo que encuentran a su paso, como el viejo río o el mar eterno y sin fin; como el primitivo ditirambo que convocaba el drama de Dionisio; como la luminosa lira de Apolo, regalo del elocuente y rápido Hermes. En todos los sentidos anteriores, la poesía contiene todas esas emociones que convocan los diversos géneros literarios: drama, historia y sublimación de la condición humana a través del manejo del lenguaje: esa fiera indomable para los que le temen y no se atreven a montarla y hacerla y hacerse uno con ella.

                Adivinar que “el universo es sordo” “cuando mis ojos diluviaban” porque “vistes las cenizas de un pasado incinerado por los años del sol”: “luz afable separando las tinieblas”, y en ese acto de creación, hacer una plegaria “fiera, galópame, o pedazo a pedazo devora mi cuerpo” son actos de bravura y desnudez que no cualquiera se atreve a ejecutar, solo los que salen de la caverna del miedo, de la oscuridad inefable, de la afasia quebrantada por el sollozo del silencio.

                De esta forma, suscribimos lo anterior y cerramos esta presentación emulando a un gran poeta español, Pedro Salinas, quien habla respecto al dominio del lenguaje humano en el arte sublime de las letras: “No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje”.

José Manuel Guerrero Guzmán*

*Escritor que ganó el concurso «Juglarías 96» en la Preparatoria 2 de la Universidad de Guadalajara, donde fue alumno. En la actualidad se desempeña como profesor de lengua y literatura en la Preparatoria 14.

Crepúsculo

Crepúsculo

Siempre resuenan

tus murmullos.

El oleaje de una tarde en la costa.

El calor se pierde.

La pasión ilumina tras la montaña.

¿Siempre?

El fulgor de una luz decreciente destiñó tu piel.

Opacidad y perdón.

Vistes la ceniza de un pasado

incinerado por los años bajo el sol.

Sólo nos queda el tiempo.

Qué pesado es nadar contracorriente

en un río puesto a desembocar

en la cascada del olvido.

No consigo ahogarme.

Tú dime

Tú dime

siempre en la brisa matinal

En la luz de las estaciones.

Tú dime.

Tientas

mi dedo al borde de la página

un libro entero sin saberlo

tientas.

Provocas.

Un instante me tocas.

Suspiro noches rotas

provocas.

Yaxkin Alejandro González Mondragón

Preparatoria 4

Paranoia. Areli Alejandra Ruvalcaba Becerra. Preparatoria Regional de El Salto.

Jinete

Tiempo,

Dómame,

O déjame caer en tu figura,

Fiera,

Galópame,

O pedazo a pedazo devora mi cuerpo,

Huella,

Píntame,

O serás la culpa de un aire extinto,

¿Alguna vez me has hablado?

Gritos a pulmón lloran y arden al vacío de la nada

Me desvanece,

Franca sonrisa que nadie más ve,

Por ser impasible, sombreada, domable,

¿Me has escuchado?

Sombra,

¡Vacía mis raíces!

Mis ojos arden del veneno que el domador succionó,

¿Ahora puedes verme?

Kassandra Sheerline Sáncjez Johnston

Preparatoria 10

Desequilibrio matutino. Valeria Itzel Ramos Avilés. Preparatoria 10.

La palabra absoluta

La palabra absoluta

Sin credibilidad

luminosa emana el Génesis

en delirio.

Dijo Dios sea la luz y fue la luz.

Luz afable separando las tinieblas,

caliente o frío pero no tibio.

Vocera de aquel misterioso ser.

Levítico alude a la vida y la muerte.

En cadena constante el pasado miente.

El alma tiene sed de Dios.

Por el desasosiego de abrir los sellos

detenido cuestionamiento.

A

A

A M É N A M É N A M É N

É

N

N

Anáfora de la vida religiosa.

Se es dicha con más quietud.

Corona de espinas

arde y sangra

en plegarias.

La multitud de tus piedades

borra las rebeliones.

Un movimiento de masas se genera

en un libro que sólo pesa.

Invento social

Escarpelos, tijeras, agujas pasan por el cuero.

                        Con trayecto   D

                                                      E

                                                          S

                                                       C

                                                           E

                                                              N

                                                                   D

                                                                        I

                                                                           E

                                                                       N

                                                                    D

                                                                 O

                                                                .

   ocigárt ovitom odneinet………….. .

            Y todo para terminar siendo un títere,

   movido por las críticas, prejuicios y distintivos.

       Teniendo etiquetas hasta en las cuencas,

Peso en las orejas y basura en cavidades extracorpóreas.

             Terrible saco hay que cargar, esqueleto débil

                                  no creo que pueda más.

Isaura Michelle Jaime Rodríguez

Preparatoria 11