Raíces secas

Hace tiempo que hago esto. Ya hace mucho que me sé el procedimiento y lo que el cliente siempre pide. Siempre es lo mismo: bello, simple y que quede divino ante sus ojos.  Durante veinticinco años me he dedicado a la tarea de resaltar la belleza natural de aquellas personas que, por su dinero y su contexto, desean verse especiales. Casi siempre son mujeres, obviamente mujeres que tienen bastante dinero gracias a sus maridos o a su trabajo; da igual eso, siempre vienen conmigo.

Todavía recuerdo ese día; ese día en especial se aferra en mi mente como si fuese una garrapata, pero no me genera dolor recordar aquel día. Es una sensación de placer mezclada con felicidad, aunque a veces, ese recuerdo lleva a la tristeza.

Una mañana como las de siempre, el mismo trabajo: pinzas, rubor, delineador, peine y un sinfín de herramientas con las que yo hacía mi trabajo: exaltar la belleza en la gente que pase enfrente de mí. 

Ese día, una cita ya programada llegó más temprano de lo agendado. Caminando a prisa, abrí la puerta con rapidez. En el lugar, una mujer de piel blanca y ojos color esmeralda me miraba sin parpadear. Quedé petrificado por la pureza de su tez y el sentimiento de vida en sus ojos. 

—Perdón la tardanza. —Salí de mi trance y me acerqué a ella. 

—Debes cuidar tus horas de descanso, es la segunda vez que pasa —Sandra, mi compañera de trabajo, respondió a mi voz y se retiró fugazmente.

La cabeza de la cliente se acomodó en una posición donde yo pude iniciar el trabajo más rápido. Cooperó; fue una ventaja. El procedimiento de casi siempre: base, rubor, pestañas, labios y pelo. 

Mientras yo pintaba, resaltaba y decoraba cada centímetro de su cara; un viento me empujaba a querer tocar y admirar su rostro. “¿Es esto amor?” cuando pensé eso, mis ojos se exaltaron. Dudé en seguir, pero sentí que la mujer me juzgó al detenerme. 

Nunca sentí algo así antes. En mi vida nunca pude sentir algo parecido al calor de una pareja o que se acercara a eso y…, en ese momento me encontraba ante una montaña de dudas que emergieron como plantas saliendo de su semilla. Durante mis cincuenta solitarios años de vida, tuve la idea de buscar a alguien, pero el destino era cruel conmigo y nunca me daba la felicidad de estar con otra persona. Eso era una constante ensordecedora en mi vida amorosa; a la par, mis dedos navegaban frenéticamente entre los instrumentos de maquillaje. Mi habilidad más notoria es mi habilidad como maquillista.

Mi mente iba y regresaba en pensamientos amargos de soledad, sobre todo de mi juventud. Presentí un odio hacia alguien, como si mi soledad hubiera sido causada por alguien más.

Miré sus ojos y aprecié el vivo color de sus pupilas. Aquellas eran una luz en mis sombríos pensamientos donde la constante era la desesperación y, donde también, deseos de dejarse morir nacían.

Un relámpago inmovilizador me golpeó en la nuca cuando peiné su pelo y mis dedos rozaron con sus hilos castaños. “De seguro ya tiene esposo”, me repetía una y otra vez, afirmación que se confirmó cuando vi un anillo de compromiso. 

Quise llorar. Recordé que en mi infancia nunca pude disfrutar de esta sensación tan cálida, tan hermosa…, pero cruel. Todo porque mi madre me amaba demasiado como para dejarme conocer gente de mi entorno. Por culpa de ella yo me ilusiono, pero nadie se ilusiona conmigo. Apreté con rabia las manos; si tan solo ella no se hubiera involucrado en mi vida personal, tal vez… ¡Si tan solo se hubiese muerto el día que tuvo esa sobredosis cuando era niño! Qué deseo más vago.  

Me dejé llevar por un tormento de pensamientos donde yo era una víctima. Volví mis ojos a la mujer; ellos volvieron a ahuyentar toda cólera. ¿En toda mi vida siempre estaré solo? La piel blanca y pálida hizo que mi mente no quisiera seguir trabajando; me forcé a continuar y, con rabia, procedí a acabar el trabajo. 

Experimenté un torbellino de deseos y emociones violentas que sólo me llevaron a recuerdos nefastos de mi vida y de lo miserable que soy. Pensé en hablarle a aquella dama, pero no tenía sentido; sería como querer reclamar una rosa de otro jardín, ¿Todo eso pensé? Ya no recuerdo. Creo que eso último nunca lo dije.  Mi mente ese día no trabaja bien.

Tras dos horas de una intensa lucha mental, mis herramientas cesaron sus bailes delicadamente y todas volvieron a su estuche de plástico. Da igual, la mujer, la rosa que hizo que mis manos derramaran sangre con sus espinas, se tuvo que ir. Dos hombres con trajes negros y de complexión robusta entraron arrastrando la cama de madera que la mantendrá quieta en su velorio; después se cerrará, sepultando todo rastro de belleza en su rostro. La enterraron en un lugar del que no recuerdo su nombre.

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