Alvaro Huerta Hipólito | Preparatoria 10
Y cierras tus ojos. Y tapas tu nariz, como esperando algo del otro lado.
Es en ese momento en que la gravedad te vence por completo, el viento golpea con fuerza tu cuerpo y tus músculos se tensan esperando la inminente llegada. Los segundos se vuelven eternos, como si el tiempo se detuviera completamente, y es entonces cuando lo miras. Con tus ojos apenas entreabiertos, miras el horizonte, la plenitud del todo. La inmensidad se ilumina bajo el primer albor de un Sol de verano. El agua majestuosa resplandece ante ti y dejas de caer. Ahora estás volando, como si de un ave magnífica se tratara. Extiendes tus brazos, tus alas, cierras los ojos mientras sobrevuelas por un océano espectacular, y tu sombra naufraga en las olas. La brisa se encuentra acariciando tu piel, el sonido se diluye bajo una inmensa calma y una sensación sin igual inunda tu cuerpo. Miras la eternidad, tan claramente. Nada, jamás ha sido tan valioso. Lo sabes ahora, todo estará bien… pero no es así.
Abres los ojos, y una realidad abrumadora te azota completamente, sigues cayendo. Lo intentas, intentas con todo tu ser regresar a la altura, pero es tarde, estás apresado en tu inevitable destino. ¿Por qué no lo pensaste? Creías estar tan seguro, pero jamás consideraste los segundos a mitad de la caída, ni aquel horizonte en el medio. Si tan solo pudieras regresar a la cima. Es aterrador, tratas de subir, detener tu caída. Luchas contra la gravedad, forcejeas con el aire, pero ya todo está dicho. Una respiración pesada ahoga tus gritos, el silencio sepulcral del océano presagia el final. Tu sombra, cada vez más cercana, aguarda bajo el abismo, esperando. Sigues luchando, sigues luchado, y entonces todo se apaga.