Angelica Daniela Gonzalez Hernandez
Preparatoria Regional de Santa Anita
Mis párpados, con suma pesadez y apatía, inician su travesía desde la oscuridad pacífica dentro de mi cien hasta el brillo cegador del carruaje que me ha traído; el sol. Lo primero que el alba me permite vislumbrar es un soso trecho de lo que algunos otros ojos habrán visto como un blanquecino techo. Esa techumbre ahora está cubierta por figuras de estrellas plásticas iridiscentes, que a su vez tienen manchas de tonalidades verde opaco, producto del moho que tácitamente explica el olor a humedad impregnado en el lugar. Estoy en casa. Mamá está llorando como la primera vez que me vio, como si fuera un prefacio de las penurias que se avecinan para transformar en putrefacción la pura y primigenia existencia de un recién nacido.
Salgo de mi ensoñación, estado en el que frecuentemente termino absorto. Soy constante presa del nihilismo excesivo y la estridencia del claxon de los vehículos motorizados que, con un destino al que llegar, se sientan en la espera mientras compiten por nimiedades. Me pregunto: ¿qué sirena resonará más ensordecedora el día de hoy?
Rumio en mis ideaciones sobre el sentido de lo absurdo. Me excuso, diciendo que mis dientes no son lo suficientemente fuertes, que son sensibles, que castañean continuamente y que, cuando los uso, comienzan a caerse. Parecen diseñados para el retroceso. De nueva cuenta, lentamente se van aflojando como quien espera su inevitable paso a ser fútil y fluir en un río de sangre. Mis molares se quedan sin esperanza de brotar maduros en el ayer lactante y níveo. De ese proceso, el líquido orgánico, que se vierte carmín, se sabe ferroso en mis adentros, como un ferrocarril atravesando mis cavidades. Este es el único sabor que perciben mis papilas. Ellas le son indiferentes, ya lo han probado múltiples veces y no esperan más que lo insípido. Preso de la ira retenida, frecuentemente aprisiono mis dientes, los cuales colisionan en una mordida constante y chocante, que lentamente me desgasta. Aunado a esto, el estrés punzante me inflama, provocando urticaria emocional.
Con mis lánguidas piernas paliduchas y mi alma exacerbada, salgo agitando mis extremidades fuera de la cómoda mediocridad encamada. Espontáneamente lo sé, tengo el impulso de correr, de culminar la mentira. Mi cuerpo, preso del frenético movimiento, se baña en la acuosa desesperación líquida. El granito escalonado me invita a continuar la travesía, ya que, en el contacto con cada escalón, mis pies flotan airosos en una levedad casi vívida; esto para después ser atraídos nuevamente por la pesada franqueza, provocando un sonido que alimenta mi espíritu de ilusión prometedora.
Todo el movimiento repentino de mi volátil contenedor (cuerpo no acostumbrado a la espontaneidad de la pólvora que es la adrenalina), combinada con el inesperado pico de voluntad, hace que esa exacerbada vitalidad termine estallando en irracionalidad.
Reposado en la inercia, elevo mi mano cruel, mano déspota. Observo mis uñas, largas ramas de la propia palma. Son garras que crecen curvas, se resquebrajan, y yo las miro como algo ajeno a ti. Me gustaría talarlas, pero suprimo los deseos de roerlas hasta llegar al fino cuero de las yemas. Me limito a usar la mano en su totalidad, únicamente para sostener lo que he estado buscando en aquel cajón. Culmino en el trago seco de la distimia enfrascada en sobredosis, induciendo la intoxicación.
Otra vez en todo, como en un principio, pero más desolado. Así me encuentro mirando la ausencia. Entonces pienso: “soy cadáver”. Putrefacto el olor que emana de mi cien, escucho el sonido eterno de las moscas cerúleas que susurran repugnantes palabras en mi oído. Ellas están tocando por breves instantes mi piel atractiva, esperando que ceda. El suelo, frígido e indiferente, me arrastra, me jala y me sostiene con parsimonia. El pavimento se encuentra recubierto de mi piel. Está sucio, como yo.
—¿Te duele? —me pregunta un cuervo que, expectante, se acerca por morbosidad en dirección mía.
La oscura criatura suelta graznidos burlescos al no obtener respuesta.
—¿Cómo puedes ser capaz de no identificar tus emociones? Eres un humano después de todo. Florece en ti la fragilidad subjetiva. En tu condición, sufrir es fácil. Los tuyos se quejan porque muy dentro anhelan esa sensación, la llaman inevitablemente cuando escogen sentirse vivos, cuando buscan probar la felicidad.
—Yo soy diferente. Mi corazón ha dejado de buscar una razón; por ende, he perdido mi humanidad. Eso me convierte en una aglomeración de procesos en constante descomposición —digo.
—Mientes —exclama como quien reprocha lo evidente.
—Un cadáver estaría seguro de lo que siente, porque no siente nada; en cambio tú, tus sentimientos son inciertos e inestables, vacilantes, te abruman, te confunden, te dejan desconcertado. Eres tan delicado a los estímulos externos que ya no comprendes lo que ocurre en lo interno. Has vuelto nudos tus enlaces, te desconoces al enredarte en todos lados. A raíz de eso, tu reflejo amorfo en el lago turbio es disímil. Solamente quedan esos orbes que se dilatan y contraen, viajando a todas direcciones, vislumbrando fosfenos y figuras en dualidad dentro de este delirium. Esta es la sentencia por ser preso de la abrumadora ansiedad que trae estar consciente de tu existencia y la del otro a tu lado. Renuente está tu corazón al aislante contacto, pero los fantasmas familiares te persiguen acompañados de tu sombra nebulosa, que desesperada te sigue a todos lados como un párvulo infante que tiene miedo de ser y padecer. Necesitas más que tu individualidad y odias saberlo. Estás ávido de sentir calor y por eso buscas fundirte con canis, pero no eres una roca en el espacio, eres perecedero, finito, indefinido. No obstante, tienes aquí al cándido sol, dispuesto a calentarte lo suficiente como para subsistir. Acéptalo, no estás hecho para arder.
Mientras el cuervo pronuncia esa palabra, empiezo a salir de mi letargo y a ser más consciente del espacio-tiempo donde yazco.
Delimitado por estas paredes y este techo, sostengo mi realidad. Me percato de que este es un techo forastero, no me es familiar. Su falta de distintivo resulta pedante y lo soso de su apariencia no determina nada, como todas esas máscaras fáciles de olvidar con las que nos topamos en la cotidianeidad del instante. Un globo con una frase olvidable se balancea, sostenido por un pisapapeles comprado en cualquier tienda. Las lámparas colgadas, titilan esporádicamente. Al ver todo esto, llego a la conclusión de que me encuentro en un genérico hospital. No hay fenecido y el cuervo ha desaparecido. Solamente queda la lucidez. Recuerdo las canciones de la radio, tú entre la multitud sosteniendo una carta que tiene escrito mi nombre. Combinación de grafías ya trazadas en pasados ajenos y futuros lejanos, pero es tu letra, signos escritos que me representan y le dan forma a la versión de mí que existe en ti. Esta es mi experiencia como individuo en una roca geoide que flota en el espacio y, aunque no es especialmente trascendental, en sus particularidades se encuentra toda mi realidad. La clave para reconocer que estoy aquí y soy percibido es reconocer la naturaleza imperfecta y finita dentro del proceso de la experiencia terrenal.
El hombre de bata blanca con el que hablo desde hace años entra a la habitación, asevera que necesito ser lavado y sanado con el paso de las primaveras. Parece que distimia puede irse.
Mientras tanto, la ventana está abierta y una pluma negruzca se deja caer por ella. Me asomo y logro vislumbrar que existe algo fuera de esta construcción de concreto. El firmamento se mantiene ahí. Las puertas se abrirán cuando sea necesario. No hay forma de escapar de los problemas, únicamente se puede optar por aminorar los males y coexistir con los límites.
Mientras aspiro el aire fresco que entra por la ventana, permanezco en la profundidad del éxtasis que trae la epifanía, maravillado por la complejidad de lo perpetuo y lo finito que existe conmigo. Empiezo a comprender que todos vivimos cargando lo que implica estar presente.