Angélica Concepción Pérez Rivas
Escuela Vocacional
Podía moverse.
Lo descubrió cuando, sin intentarlo demasiado, casi como si lo hubiera hecho el viento y no ella misma, movió una hojita de un brote que apenas le estaba naciendo. La apartó de la tibieza del Sol y esta nació en una forma peculiar, extraordinaria, en una posición tan poco natural como lo era poco visible. La frágil y verde hojita nació sin darle la cara al Sol.
Era sobrenatural, extraordinario y sin embargo era pequeño. Y no se notaba a la vista, era insignificante, pero sería el primero de muchos otros, como sucede muchas veces en nuestras vidas. Para ella marcó el inicio del verdadero cambio, una transformación.
Ella no podía creerlo. Al principio, quiso intentarlo diez veces más para convencerse a sí misma, pero no alcanzó a hacerlo.
Contempló la idea de hacerlo, ir más lejos, y cuando apenas se decidía, uno de los seres se acercó a mirarla.
Podía sentir su presencia. Cierta pesadez, y su aliento cerca, le hacía saber que estaba allí. Siempre que alguno de ellos se acercaba, podía inhalar aire, que usaba para alimentarse, crecer y desarrollarse, así que agradecida absorbió el que necesitaba. Respirando por sus hojitas, sentía sus estomas diminutas y trabajadoras abriéndose para recibirlo. Mientras tanto, dejaba que el ser la tocara.
Espulgaba entre su follaje, y arrancó una de sus hojas, incluso. Ella lo permitió, por un lado, porque no tenía otra alternativa, y por otro, porque aquella hoja arrancada estaba ya muy seca, al borde de la muerte. Como dije antes, no podía moverse y por lo tanto no podía conseguir agua para sí misma, para eso dependía de los seres.
Cuando finalmente se fue, ella intentó hacerlo de nuevo. No sentía más el calor del Sol, pero intentó mover una ramita hacia donde creía era el opuesto. No lo logró y, desesperada, intentó otra vez. Quizás con una hojita, algo pequeño. Lo hizo. De nuevo, se las arregló para, esta vez, voltear una hojita de su rama más baja.
Había creído, por un momento, que tuve una ilusión y que en realidad no había sucedido. Pero sí podía. La prueba estaba en aquella diminuta hojita que el viento hacía temblar.
Podía. Era real. Aunque quizá no era mucho, y no podía desplazarse tanto como hacían esos seres que regaban su cuerpo a diario. Pero era un hecho, ella podía mover, por su propio deseo y voluntad, una parte física de sí misma. Por lo pronto, tenía esa satisfacción.
Esa noche, cuando sus botones se mecían con el frio del viento y los grillos rozaban sus patitas haciendo música, experimentó otro cambio: un dolor en las raíces.
El dolor persistió; ella nunca había sentido nada parecido. A veces dolía cuando la pisaban por accidente, pues sus ramas estaban ya muy largas. Pero entonces la podaban, que también dolía, aunque menos y significaba que no podían volver a pisarla. Mas nunca había sentido algo parecido.
Sabía, podía reconocer que era en sus raíces. Sabía que no era porque estuvieran creciendo. (Quizás sí lo era.)
Pero era una planta, y lo que no sabía superaba a lo que sí. Por ejemplo: no sabía comparar ni hacer metáforas, así que, si le hubieran preguntado, no habría sabido cómo describir su dolor.
Si hubiera sabido… Si Dios hubiera dado a las plantas la capacidad de pensar, de hacer sinapsis y, de alguna manera, hablar, habría dicho que dolía demasiado, como el dolor que sientes justo antes de que un cabello se desprenda de ti cuando te lo jalan.
Así dolía y así dolió. Persistió por días, meses. En algún momento ella ya había olvidado cómo era vivir sin aquel dolor, si es que en algún momento había sucedido algo así.
También hubo otros cambios, a partir de esa noche.
Ella empezó a tener memoria. Por primera vez, podía recordar qué era lo que había pasado ayer, qué era lo que había ladrado, de cuál retoño iba a salir una flor.
Los recuerdos, memorias, se empezaron a guardar en alguna parte de sí, y con ello comenzó a reflexionar.
Poco a poco. Poco a poco, pensaba. Sus brazos, sus hojas, sus botones y retoños. Empezó a darse cuenta de qué era, y cómo era, cómo existía físicamente, en toda su extensión.
Podía percibir el mundo y procesarlo. Trataba de entenderlo. Un día le surgió una pregunta: ¿dónde estaba? Y nunca dejó de preguntársela.
Dios la había bendecido con razonamiento y no podía estar más agradecida.
Por primera vez comenzó a asociar voces. La voz dulce, un poco cansada, era la del ser que le daba agua casi todas las mañanas.
La más grave, generalmente respiraba pesadamente y le arrancaba hojas. Si estaba de buenas, eran las secas; si no, de cualquier forma, las arrancaba. Y otras voces, que casi no reconocía, pues venían muy de vez en cuando, y no llegaba a distinguir si eran solo dos voces diferentes, individuales, o era la misma, una sola. Una cantaba y otra la pisaba. Casi siempre venían juntas.
Vivió un tiempo así, quizás meses, aunque también puede que solo fueran días. El tiempo es relativo, y a ella le pareció relativamente poco; nunca se cansaba de sentir, de experimentar, y de aprender sobre el exterior. Lo exterior a ella.
Un día empezó a ver.
No supo cómo, pero se sumaba a sus capacidades la de observar. Por cada poro, estoma, célula de su cuerpo, ella podía observar. Veía la tierra en la que sus raíces se extendían y las lombrices que había, también el verde de sus hojas, de sus ramas, y sus retoños. Pudo ver a los seres y su cuerpo extraño que les permitía desplazarse. Agradeció al Sol, que era una voluta brillante en lo alto, que además de calentar sus hojitas y ramas, la bañaba de luz. Era fascinante.
En ese entonces, vio por primera vez muchas cosas. No existen aún palabras ni colores suficientes para describirlas todas, así que contaré solo una.
Sucedió cuando era de noche y todo estaba oscuro y sus raíces dolían.
El Sol, que ella tanto amaba, ya no estaba. Se había ido, desaparecido ante su eternamente sorprendida mirada. Primero unos rayos se escondieron, y al final solo unos rayos quedaron, débiles, pero brillantes, hasta que incluso estos desaparecieron.
El exterior se quedó oscuro. No veía nada. Le recordó al pasado, y la idea de que eso fuera todo, de que eso fue todo lo que había por ver, comenzó a atacar su mente.
Tiritaba, asustada. Pudo haberse vuelto loca esa noche, que ella no sabía que era noche y creía que era el fin. (No podía ver más allá.)
Enrolló, sin darse cuenta, cada hojita sobre sus ramas. Se encogió, esperando algo, aunque no sabía muy bien qué era. Transcurrió así toda la noche, su primera noche mirando, en ascuas, las raíces doliéndole y el alma en vilo.
¿El Sol había perecido? ¿Ella volvería a ver? ¿Qué fue eso que vio? ¿Lo imaginó todo?
Temblaba, aunque no hiciera mucho frio. La angustia y el suspenso eran sensaciones que no conocía, y en medio de tantos sentimientos, abrumada como estaba, no se dio cuenta en que momento empezó a clarear.
Cuando pudo fijarse, el cielo era de un azul marino hermoso, que apenas acabara de ponerle nombre, este cambiaba de tonalidad: azul fuerte, magnifico, azul orquídeo, azul rey, azul níquel. Y de repente un naranja.
¡Había rayos naranjas!
Solo podía significar una cosa, pensó emocionada. Y efectivamente, al poco tiempo los rayos se tornaron amarillos y el Sol, su Sol, se alzó en el horizonte, majestuoso, iluminándola y abrazándola. Ella renació en sus brazos, reconfortada. El dolor en sus raíces desapareció para siempre. El mundo entero desapareció, solo podía ver y sentirlo a él.
Era fascinante.
Se quedó observando, sintiendo, respirando. Absorbiendo tanta suntuosidad y grandeza. Era fascinante, y lo que había sufrido no importaba ya en esos momentos. A partir de allí todo brilló para ella.
Ella estaba en su maceta, en su mundo, observando la cerca blanca de enfrente. Tenía la bóveda de un límpido azul encima de ella y, contagiada, quizá por su amante el Sol, se sentía fabulosa. Sentía que era el centro de esto que existía.
Los seres la regaban. El sol la alimentaba, la tierra la fortalecía y ella crecía, verde, hermosa. Era perfecto, y lo sabía.
Sin embargo, todo es efímero, y aún más para un ser frágil y vulnerable como lo era ella. Y esos meses de experimentar la grandeza y magnificencia, también llegaron a su fin.
El sol se estaba metiendo, recordaría más tarde. Años más tarde aún podría recordarlo.
El cielo estaba pintarrajeado en tonos desde amarillo a lila.
Y ella se sentía plena.
De pronto, su vista comenzó a cambiar. Poco a poco, y de la nada, ya no veía por cada poro de sus hojas, sino por sólo dos, y el cuadro que componía su vista no estaba conformado por millones de pedacitos, sino por dos escenas grandes que se complementaban.
Cerró sus párpados, y ya no veía nada. La plantita aceptó estos cambios con gusto, pues la última vez que le había sucedido uno, había sido para bien. Que algo malo le sucediera era lo último que pensaba.
Sin embargo, en sus raíces sintió el dolor de antaño, aumentado al cien por ciento. No creyó soportarlo, pero cuando menos lo espero, este cesó.
Abrió los ojos, tratando de respirar por sus hojas. Pero ellas no estaban.
Se miró, y por fin entendió por qué había cambiado tanto, cuál era la finalidad de tantos cambios. Entendió el propósito de alejarse tanto de su esencia de planta.
Tenía dos brazos, dos piernas, y de pronto ya tenía un torso.
—¡Mamá! —habló una voz que reconoció como la voz que la pisaba. Lo miraba con ojos a punto de salírsele, y una sensación extraña para ella le recorrió la espalda—. ¡¿Por qué hay un niño verde en tu jardín?!
Ella no entendía nada. Su cuerpo tenía la forma de uno de los seres, y aun así la miraban como a un bicho raro.
—¿Un qué? —la vez femenina entró secándose las manos en el suéter.
Ella no podía con la confusión. Pero cuando lo miró, adoptó por un instante la misma expresión que la voz que lo pisaba.
Después la cambió. Con misericordia, quien sería su única motivación en adelante, le preguntó:
—¿Estás bien, pequeño?