Espero en el asfalto roto, ese cochino asfalto que lleva meses construyéndose. A mi izquierda, una muchacha aguarda igualmente a que pase un camión. Ella, apacible, maneja su teléfono bajo el peso de la bofetada del sol en esta tarde del primer miércoles de diciembre.
Entonces, como si miles de personas se hubieran postrado contra el cansancio para rezar al dios de los camiones, una unidad verde y gastada aparece entre el tráfico. Su invisible sudor refleja la prisa y los rayos solares que lleva cargando sobre esa carcasa prismática y rodante. El camión se detiene y, antes de que yo me monte en él, ella interrumpe los apuros del conductor para preguntar:
—¿Haciendas o Valdepeñas?— pregunta con voz llana a través del cubre bocas.
—¡Valdepeñas!— grita el camionero entre los respiros chirriantes de la máquina.
Ella salta con rapidez rutinaria los escalones empinados, y yo la sigo, haciendo sonar la lámina delgada que nos protege de los raspones insalvables que nos ofrece la calle. Sé que no es la ruta que necesito, pero, aun con los hartos movimientos de esa metálica brutalidad, quiero ver a la desconocida.
El camión erróneo nos recibe vacío, alumbrando las bancas azul brillante que son talladas todos los días por cientos y cientos de manos. Los asientos se sacuden con una fuerza divina que, aun así, no nos asusta o nos prepara para un posible desprendimiento. Cuando el vehículo reanuda su caminata, los asientos parecen pétalos de flores violáceas sacudidas por un niño.
Por obvias razones, no me siento junto a ella, y a través del reflejo en las ventanas admiro su materialidad juvenil, posada sobre esas violetas que mueren en vida bajo la abrasadora tarde.
Me levanto con torcedura, giro hacia las puertas traseras, presiono el botón de bajada (una absurda cuadra después de la parada en la que lo tomé) y bajo, evitando observar el pistilo montado en esa avioneta de las praderas.
Diego Morán Díaz
Preparatoria 9