Camino por un espeso bosque blanco, sin rumbo fijo, con el gélido viento cortando mi piel, como si de navajas se tratara.
Miro al cielo gris y contemplo cómo los copos caen de él. Al momento, un recuerdo vuelve a mi memoria.
—Me gusta observar cómo caen los copos, al igual que la lluvia, ¿sabes por qué? —Niego lento con la cabeza—. Porque es agradable saber que no soy el único que se rompe en mil pedazos.
Aún no logro comprender qué era lo que te hacía sentir de esa manera tan cruel. Esa duda me martiriza todos los días, desde que abro mis ojos en la mañana hasta que los cierro por la noche.
Me detengo para mirar mis pies y me sorprendo al ver que se han tornado de un color oscuro por el frío. Sacudo mi cabeza, tirando la nieve que comienza a anidarse en ella y continúo con mi recorrido por el bosque.
La luna sale a darme la bienvenida, al compás de las brillantes estrellas. Mis manos y pies entumecidos me obligan a detenerme de nuevo, hundiéndome en la nieve. El viento mece suavemente mi vestido, lastimando mis piernas, y los copos caen adornando mis cabellos negros.
—¿Qué es lo que hago en este horrible lugar sin abrigo? —Levanto mi mirada al cielo y, con la poca fuerza que hay en mi ser, grito: —¡Dios! ¡Padre! ¿Acaso me has abandonado? ¿Es tu voluntad que muera de frío?
De repente, unos sollozos comienzan a escucharse en respuesta a mi pregunta. Ese llanto me es tan familiar. Desesperada, miro en todas las direcciones, buscando el lugar de donde proviene aquel ruido. Comienzo a avanzar de nueva cuenta, guiada por aquellos sollozos.
“¿Dónde, dónde?” es lo único que pasa por mi cabeza.
A lo lejos, veo cómo un rayo de luna se filtra por las ramas de los pinos. Mis piernas, ya sin circulación, me ruegan parar; en cambio mi corazón me pide a gritos correr hacia la luz.
Acelero mi caminar. Ahora puedo ver que hay alguien justo debajo del rayo de luz, un hombre que yace sentado de espaldas en la base de un tronco talado. De manera frenética e inevitable, comienzan a emerger lágrimas de mis ojos.
—John… ¿realmente eres tú?
Al pronunciar la última palabra, mi voz se quiebra.
El chico detiene su llanto y se gira, con su mirada deshecha en la mía, esa misma mirada fría y sin vida que siempre odié en él. Después de unos segundos, vuelve a llorar, de manera más sonora que antes. Camino lento hacia él, con el temor tomando posesión de mí. ¿Si lo toco se desvanecerá como neblina?
Al llegar a él, levanto mi brazo y acaricio sutilmente sus cabellos. De manera inesperada, él se abraza a mi cintura con fuerza. Intento articular una palabra, pero no soy capaz de hacerlo; de mi boca solo salen lamentos.
Entonces él habla.
—Por favor, abrázame y consuela mi pobre alma, limpia mi rostro bañado en lágrimas, cura esta soledad en mí, te lo ruego.
Abrazo fuerte su cabeza mientras las palabras salen de mi boca.
—No te vayas, no me dejes de nuevo, por favor —susurro suplicante.
Él levanta su rostro para poder mirarme a los ojos y, al hacerlo, puedo notar que su respiración se vuelve pesada.
Acaricio su cabello mientras tarareo una melodía para que su respiración vuelva a la normalidad.
—Tu pecho es cálido y de ti emana una hermosa luz —dice ahora más tranquilo.
—¿De qué hablas? Solo basta mirar mis pies y manos oscurecidos por el cruel invierno, mis labios morados y mi tez pálida agonizantes para darte cuenta de que estoy todo lo contrario a cálida.
En forma de susurro responde:
—Tu corazón, tan tierno y amable, aún late.
Estas simples palabras son como una cuchilla filosa para mi pecho. Me mantengo en silencio mientras mis manos temblorosas toman la falda de mi vestido para limpiar su rostro sin color alguno.
—¿Sabes algo? Has hecho tanto por mí, aunque sabes muy bien que no lo merezco. Siempre he tenido la duda de por qué, quizá porque eres como una niña pequeña con una inocencia tan blanca como tu vestido y la nieve.
Me observa, atento por un momento, y después prosigue.
—No es necesario que lo hagas, no soy tu responsabilidad, así que puedes ser como los demás, que solo me recuerdan en mi cumpleaños, y olvidarme la mayor parte del año. No merezco tus lágrimas.
—No digas eso, jamás. No te pido nada a cambio de mi ayuda porque lo hago con el corazón. Jamás me pidas que te olvide porque no lo haré, no quiero. Mi mayor miedo es dejar de quererte y temo que si dejo de llorar se vaya mi amor por ti.
—Eso es tonto. Que no llores, no significa que no me quieras.
—No lo es.
Levanto su rostro y lo obligo a mirarme. Sus ojos comienzan a cristalizarse.
—La forma de amor más puro es el dolor, porque al perder algo que amas, es inevitable no sentirlo.
Se mantiene pensativo y hunde otra vez su cabeza en mi pecho; el llanto vuelve a surgir.
Abre mis ojos y estos buscan de inmediato los de John hasta encontrarlos, y al hacerlo, lágrimas ruedan por mis mejillas.
Me acerco a la ofrenda y tomo la fotografía con cuidado de no tirar las velas aromáticas. “Sus preferidas”, me digo en mi fuero interno.
Miro la foto detenidamente y pienso que en ella luce feliz. Recuerdo cómo esa sonrisa se volvió un simple montaje con el paso del tiempo. Abrazo la foto a mi pecho con fuerza y lloro sin reprimirme.
Un aliento frío eriza la piel de mi nuca y unos brazos me abrazan por la espalda.
—Gracias por ayudarme a encontrar mi primavera, Mar…
Al escuchar estas palabras no puedo evitar sonreír ampliamente y llorar aún más fuerte, agradeciendo que mis rezos y súplicas hayan sido escuchadas.