Mi chocolate empezaba a enfriarse cuando alcé la mirada y me topé con un caballero impecablemente vestido; no muy viejo, pero las canas empezaban a nacerle. De facciones rígidas, semblante indiferente. Se sentó a unos pocos metros de mi mesa.
“Un café con dos de azúcar, por favor”, le oí decir.
Observé al hombre un buen rato. Recuerdo muy bien que su mirada iba de un lado a otro entre las páginas del periódico. Y la canción empezó…
Lo vi entonces apartar el diario y perderse en las primeras notas de la melodía, con los ojos fijos en algún recuerdo que le nubló la mirada y le cristalizó las pupilas de miel. La pierna derecha enajenada por el ritmo seguía la trama de los compases, formados por esa sucesión ondulante de negras y corcheas. El sudor danzaba sobre sus pómulos, y seguro que le hacía cosquillas; no se apartaba los dedos de la cara.
La canción iba ya por el primer minuto y las lágrimas le corrían a montones. Pude ver con claridad cómo le quemaban la cara. En su gesto percibí el ardor que le causaba la memoria.
La taza cayó repentinamente en un momento de arrebato; volando por los aires le ensució los zapatos de charol. Saltó de su silla, golpeó la mesa y la pared con los puños. El solo de guitarra y la canción se apoderaron de él entre lágrimas y sollozos desesperados. Los labios se le deshacían entre versos.
Yo permanecí allí, viéndole entrar al universo de la locura musical y el amor. Y es que, para ser honesta, lo entendí: sabía que por mis venas había circulado el mismo dolor.
Aura Yunuen Vargas Valadez
Preparatoria 9