Entre estas cuatro paredes, viendo cómo anochece y amanece con esa extraña sensación, hablando conmigo misma durante toda la noche, viendo el cielo oscuro de mi alcoba y repentinamente sentir los suaves rayos de luz sobre mi rostro; los rayos de un nuevo día en el cual lo repetitivo parece no tener un final, pero sí un inicio.
Más de 40 días; las noticias eran de alerta por todas partes, no hay lugar en el que no se hable de la contingencia sanitaria, proveniente de un continente completamente alejado; gente muriendo, servicio médico arriesgando sus vidas y, con ellos, mis padres. “¿Es invento del gobierno?”, “¿es real?” “¡Las clases!” Mis amigos diciendo que no, que es falso. “Nadie lo sabe, pero lo único que sé es que quiero salir de aquí”, me digo. Necesito respirar.
Pensamientos que dan vuelta en mi cabeza, sintiendo cada día la falta de aire. Los ataques de pánico son más recurrentes, tanto al poner un pie fuera de casa como al pasar más de una hora adentro. Mis ganas de llorar aparecen, la energía ha disminuido. Todo empeora con cada día que transcurre. Nadie está bien, nadie está a salvo.
La salud mental no siempre lo ha sido todo para mí; pero ahora a nadie le importa si grito mientras intento dormir, si estoy viendo por la ventana o si sólo me tumbo a llorar. A nadie le interesa la salud mental de nadie; a nadie le interesamos en este momento.
Aún puedo sentir esos dulces besos y cálidos abrazos que reinician mi vida por completo, los besos de mi abuela, los abrazos de mi padre, las caricias y risas de mi madre. Quiero reiniciar todo: no puedo. Quiero gritar: no puedo. Quiero salir: imposible. Que vuelva a ser como antes es imposible, pues ya no hay saludos, abrazos o besos, a menos que sean a través de una pantalla, de una ventana, o teniendo una distancia prolongada de un metro. No merecemos esto, o tal vez sí. No hay respuestas.
Los gritos del llanto nocturno son parte de la rutina. Lágrimas que recorren mejillas torneadas de carmín, de esas que son un somnífero, que provocan ojos hinchados y ojerosos, y que devienen en una pérdida de peso radical.
Sin embargo, no todo es malo: las flores del jardín han florecido, el aire es claro y limpio, las nubes toman formas maravillosas y las estrellas te hacen sentir que no es tan malo estar bajo un techo. La lluvia llega y con ella las gotas resbalan por la ventana. Trato de contar una a una hasta quedarme dormida, tratando de descansar de este bucle que pronto —o nunca— acabará.
Osiris Nataly Velázquez Herrera
Preparatoria Regional de Tlajomulco de Zúñiga