Observas tus propios pensamientos mientras los ojos apuntan a la ventana del cuarto blanco en un segundo piso, al que llaman “aula”. Confundes el ruido idiota de las conversaciones efímeras con el silencio de las divagaciones mentales.
Volteas por instinto a la cara imbécil de tu amigo que te taladra con tu nombre desde que olvidaste que es “el nombre” te corresponde. Asientes con la cabeza como si comprendieras que lo que sale de su boca no es sólo aire.
Te das cuenta de que garabateaste el ensayo final con la pluma que hace un momento masticabas.
Intentas recordar cuándo sacaste la pluma de tu boca.
Sumerges los pies en una laguna mental.
Por casualidad, ves en el fondo al profesor que entra por la puerta. Detrás de él un mulo —su lamebotas predilecto— carga con proyector, portafolio, listas, cuadernos, libros.
Desciendes la vista, que cae en la mochila. Le siguen tus manos. Buscas la libreta de la materia. Sólo encuentras los cuadernos rancios de hace dos días.
Regresas tu postura a su sitio. Te resignas a los cinco puntos menos que te depara el destino. Tus pupilas naufragan en el horizonte de cabellos chinos, secos y enredados dehippie sentado enfrente que te tapa el pizarrón.
Sopesas su existencia, la tuya.
Tomas las plumas marcadas por la ansiedad dental, el ensayo vandalizado y demás basura escolar. Guardas todo en cualquier parte de la mochila. Te la cuelgas. Los pies te mueven hacia la puerta de acero y enclaustre. Miras el patio con el mismo anhelo con el que observas a la chica que suele pasar por el fresco de la ventana.
El profesor cuestiona tu travesía. El aire disemina esa voz mosquera que intenta volar en tus oídos. Sigues tu camino. Cruzas el sendero. Dejas tu mochila tirada en el pasillo. Subes al barandal color azul-libertad. Permaneces ignorante de la carrera del profesor empeñado por frustrar tu intento de autoinmolación. Te dejas caer a los brazos maternales del patio.
Un instante.
Sobrevives.
Miras un rostro horrorizado, que pertenece a una amiga de la chica sobre la que acabas de caer, ¡esa!, ¡la que suele pasar por el paisaje del ventanal! Tu mejilla mojada, por la sangre que se encauza sobre sus cortos y —ahora— pelirrojos cabellos.
Desdeñas a la horda de mosquitos oportunistas que comienzan a rodearlos. A ti, a ella: a ti sobre ella. Todos quieren chupar de la pestilente escena. Como no hay escapatoria, te rindes. ¿Cuántas veces lo has intentado esta semana? Les das gusto, te entregas. Y regresas. Regresas al bucle de monotonía existencial.
Esteban A. Velázquez
Preparatoria 8