—Los hombres no soportan ser controlados —dijo la anciana mientras descolgaba un último manojo de ruda del mecate que atravesaba su pequeña choza de madera—. No quieren ser esclavos de nadie. Se alocan cuando sienten que están perdiendo su voluntad. Que no se te ocurra pegarte a ese hombre, niña, que no te traerá nada bueno.
Entonces la anciana, haciendo a un lado el balde donde tenía las hierbas que habían terminado de secarse, miró a su nieta que estaba a sus espaldas, observándola detenidamente con sus profundos y estrictos ojos cafés. La morena jovencita le devolvió la mirada, furiosa y renuente.
—¡Tonterías! Él me amará y se quedará conmigo hasta el día en que se muera —exclamó tajante, no dispuesta a dejarse influenciar por lo que le decía su abuela. La expresión de la anciana se endureció cuando vio que su nieta seguía terca.
—Tú sabes muy bien que hacer eso casi nunca termina bien.
—Ya veré yo cómo le hago ̶ gruñó en respuesta.
—Ta’ bien, nomás no digas después que yo no te dije nada. Haz lo que se te pegue la gana —respondió la mujer mayor sin dejar caer en ningún momento el velo de serenidad que la cubría, el cual empezó a bordar con un hilo de conocimiento. Apretando los puños y con espalda recta, Cresensia salió de la choza y tomó el camino de tierra que la llevaría al pueblo. Estaba decidida a actuar ese mismo día.
Como la gigante estrella estaba agonizando, significaba que ya casi era la hora en que comenzaba la feria. Cuanto más se acercaba a la plaza, más gente veía, más murmullos escuchaba y más fugaces eran las miradas decuriadas. Cresensia lo notaba, pero desde hacía buen tiempo las acciones de la gente le valían poco y ese día en especial no pudieron haber sido más irrelevantes para ella.
Entre la multitud susurrante, las carpas de colores y las flamas artificiales, buscaba lo que le importaba de verdad. No hizo falta que tanteara mucho, porque casi al instante reconoció entre la corriente de cabezas el cabello negro de Florencio. Metiéndose entre el gentío que le daba el paso discretamente “pa’ no molestarla”, siguió el camino del hombre y pronto estuvo a tan sólo unos pasos de él.
Sus ojos brillaron y su interior fue devorado por mariposas cuando vio de reojo su dura expresión rutinaria. “Nada más necesito acercarme un poquito más.” Estiró su mano cautelosa hacia el hombre, quien ni siquiera percibía los ojos codiciosos que lo perforaban. Cresensia tomó el paliacate que se asomaba del bolsillo de su pantalón y lo guardó en la bolsita de tela que golpeaba en su cadera. Quizás un par de personas se dieron cuenta, pero decidieron voltear para otro lado, “no vaya a ser”.
Cuando obtuvo lo que quería, sonrió ampliamente y nadó en el mar de personas para poder salir de la plaza e ir hacia el campo. El cielo se tintaba cada vez más de negro, pero eso no detuvo a Cresensia a adentrarse en el maizal para ir hasta el otro lado. Llegó hasta un árbol alto, frondoso y sin fruto. Se puso de cuclillas a los pies del mismo y con sus manos escarbó hasta encontrar un gran pedazo de tela que envolvía velas, hierbas secas, huesos pequeños y un par de frascos con aceites. Tomó las cosas con cuidado, mientras intentaba tapar el agujero pateando la tierra como podía. Inspirada por el amor intenso y saturando de aire sus pulmones, se dirigió entonces al panteón que no quedaba muy lejos.
Envuelta con la luz y el vaho de las velas, de rodillas en alguna tumba y con la luna mordida curioseando, recitó un hechizo hacia el espíritu de su madre. Con sus cabellos de madera, trozos de paliacate y el calor de su alma, tejió un lazo impregnando de amor con el que ató la mente, cuerpo y espíritu de su amado.
A la mañana siguiente cuando Florencio despertó en su hamaca, sintió cómo el veneno lo embargaba. El primer pensamiento que lo abrazó ese día fue el sobrio rostro de Cresensia. Las líneas que conformaban la figura de la jovencita estarían siempre con él, porque fueron talladas en su alma. Los días pasaron, los pensamientos acerca de ella crecían y también lo hacía la apremiante y abrasadora necesidad de verla. Pero se negaba a ir a buscarla, por más que su espíritu la aclamara. “No me le acercaré a la huerca”, se decía. “Si me voy con esa, mi amá me meterá un plomazo.”
Intentaba distraerse en el trabajo del campo con su padre y hermanos, tomaba con ellos o se iba con otras mujeres. Pero no importaba qué hiciera, el humo del fuego de aquellas velas derretidas continuaba ahogándolo. Y es que el hombre no aceptaba la posibilidad de que la niña o su vieja abuela le hubieran hecho algo, no podía ser, ¿en qué momento? Pensaba que esas cosas eran tonterías que sólo las mujeres creían. Nunca le contó a nadie lo que le pasaba. Entonces pasaron más días y la tortura se intensificó. Ya no dormía para no soñarla, ya no comía por pensarla, ya no salía para evitar creer que la veía en todos lados. “¿Pero por qué pienso en esa?”, se preguntó consternado en una noche de aflicción mientras miraba al techo. “Poquitas veces me la he encontrado. ¿Por qué la quiero ver? ¿Por qué la quiero tocar?”.
Esta vez, sin pensarlo más, lo hizo: trastornado, flaco como un palo y apenas viendo en la oscuridad, se paró de su hamaca, esquivó a sus hermanos que dormían en el suelo, salió del cuarto y después de la casa. Siguiendo el rastro del lazo que lo tenía amarrado, fue a buscar el remedio de su delirio. Sin piel cubriendo sus pies y su tez quemada siendo golpeada por el soplo frío de la media noche, casi sin que sus plantas tocaran el suelo, cruzó el pueblo. Llegó al maizal y no se detuvo. Hizo a un lado los largos tallos con sus manos para poder continuar con su camino de penumbra. No había ni una luz con la cual guiarse, pues esa noche los coyotes se habían quedado sin madre.
El peregrinaje de Florencio terminó sólo cuando llegó al gran árbol de tejocote, allí se encontraba ella, aguardando. Los ojos cajeta de Cresensia y los suplicantes del hombre se encontraron. Él, quien por semanas se había privado del alimento y del sueño, se sintió lleno de vida cuando la vio. Ella fue un bálsamo para su mente confusa. Fue ahí cuando perdió su voluntad y se convirtió en su esclavo.
¿Se habrá dado cuenta de eso cuando sus pieles rozaron? ¿O cuándo los tiernos labios de ella se deslizaron por los suyos trayéndole lejanos recuerdos? Quizás, aún en la imperturbable oscuridad que los rodeaba y que lo invadía, pudo ver con claridad la profundidad del abismo donde estaba cayendo. Aunque al final, tal vez esa claridad le cegó, ya que no pudo soportar ver su realidad. Él no podía perder eso que es tan apreciado por los hombres, lo más valioso. Su libertad.
Euda Núñez Flores
Preparatoria 10