Las grises paredes eran equivalentes a la negra consciencia de aquella masa existencial que se refugiaba en la idea de una vida vacía de necesidades banales, reprimida por su incipiente exigencia a una convivencia que se reducía a la charla con un mueble solitario y una puerta que sólo se abre por manos humanas.
El hipopótamo con temple wittgensteiniano, ausente, sin sentido, se pregunta “¿acaso las proposiciones de la existencia son proposiciones místicas, y por lo tanto, indecibles?”. No lo sabe. La incertidumbre lo obliga a escapar, a esconderse y protegerse de la duda ontológica. Corre estrepitosamente, se desmorona conforme va llegando a su refugio. Un escritorio sombrío, viejo y demacrado por la dialéctica fundamentada en la lucha constante por demostrar quién es el amo y quién el esclavo. Llora, solloza, pide clemencia, quiere aniquilar su pensamiento y dejar de torturarse por su conciencia hacia aquel dinamismo constante y melancólico que se encuentra en su ser.
Se abre la puerta, el cuarto se llena de un aire sistemático y riguroso generado por la discusión frenética de dos individuos extravagantes sumidos en un atomismo lógico que calló de manera inmediata y aséptica el llanto de aquel mamífero. Se sentaron en el escritorio sin parar de dialogar sobre temas que parecen fruto de la locura: acontecimientos que conforman el mundo, la figura lógica de los hechos como pensamiento y sobre el límite del lenguaje.
El hipopótamo, hipnotizado por las palabras de aquellos personajes, dejó de pensar sobre su existencia y comenzó a plantear una filosofía del lenguaje y conceptos referentes a una manera de percibir aquella función elemental del ser humano, reflejo del pensamiento, como juegos de lenguaje o el significado reducido al uso de las expresiones.
El ruido de figuras y objetos cayendo a su alrededor, y por desgracia a su cabeza, hecho que causó la pérdida de su innovadora idea, pues por la gravedad y la profundidad de la misma sólo tenía como único destino el incipiente suelo; sin embargo, logró apreciar cómo la idea no se quedaba sufriendo en el piso, sino que subió por las pantorrillas de aquel sujeto de cara lunática y penetró de forma imperativa a su oído, tratando de buscar una mente adecuada para manifestarse como palabra.
Después de tal festival de unión epistémica, el cuadrúpedo observó a su alrededor y se vio rodeado por libros, imágenes y personas que caían de aquellas bocas que nunca conocieron el concepto de “mantenerse cerradas” y que pertenecían a los correctamente llamados filósofos, pues su discurso no se limitaba a mera expresión de una teoría lingüística, llevaron su pensamiento a la vida diaria hasta convertirse en símbolos lógicos hechos estructuras óseas y vivas.
Comenzó a realizar una lista en su mente de aquellos objetos que lograba entender:
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Un Tractatus logico-philosophicus. Él sabía que se trataba de ese libro, pues pudo ver con cierta facilidad a siete personas que cargaban de manera autoritaria y sin miedo alguno sus teorías; la primera era la más delgada pero entendía de manera sencilla y fáctica al mundo; la segunda, que a primera vista parece sola, se regocija con los hechos que conforman su ser; la tercera y cuarta, conjugándose en la constante ejecución del pensamiento: entienden y sostienen con gran ímpetu el aspecto psicológico del libro; la quinta y sexta, siempre rigurosas y autónomas, conviven amenamente con un metalenguaje.
Al final, por más simple que aparente ser, se encuentra la persona más fuerte e inteligente, de una comprensión ética y práctica del lenguaje y de la vida, que tiene como propósito curarnos de la enfermedad de la confusión. Todos ellos se erigen con un temple de respeto y autoridad intelectual.
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Un Círculo de Viena. Lo categorizó como tal al ver a cientos de personas diminutas congregadas alrededor del Tractatus y alabarlo energéticamente, tal como se ha hecho al presenciar a la Biblia.
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Un Principia mathematica. De ésta obtuvo su significado de manera sencilla, pues vio con cierto pavor la forma en la que Aristóteles daba a luz, sobre aquel libro, a unos seres que de manera desconcertante se percataban de la verdad al respecto de su creación; eran números y axiomas matemáticos los que miraban con cierto amor biológico a su única madre: la lógica.
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Un pequeño Whitehead, que salió de aquel libro donde Aristóteles era ayudado con técnicas mayéuticas por la filosofía y la aritmética, tratando de subir por el escritorio para defender a uno de los interlocutores, con un aprecio de hermano.
Sólo uno de todos esos elementos llamó la atención del cuadrúpedo: era la séptima persona del brillante libro consagrado, al que persiguió, capturó, olfateó y, al final, con un deseo de autodidactismo, consumió.
Al ver tal fenómeno, todos los diminutos personajes salieron corriendo; Aristóteles corría mientras seguía pariendo a más y más números y expresiones matemáticas; el Círculo de Viena se destruyó y ahora parecía más una estampida; Whitehead, asustado, logró subir todo el escritorio hasta llegar a la superficie, suspirando y presumiendo su capacidad por la sobrevivencia; los seis guardianes restantes cargaban como podían el libro sagrado pero el temor les ganaba, les habían quitado a la razón de su seguridad: la medicina para la filosofía.
Sintieron el cansancio de su estrategia para sobrevivir, o al menos eso creyeron, pues su ser comenzaba a desvanecerse, todos esos pequeños elementos padecieron el final de su corta permanencia en el mundo, pues la introducción de una frase imponente y refutadora que flotaba sobre aquel espacio lógico firmó la inestabilidad de su existencia: Si digo, “en este lugar no hay ningún hipopótamo”, ¿carecería de sentido?
El hipopótamo se estremeció, reconoció la temática que tanto dolor le causó al principio del día, se había dado cuenta que aquella frase sobre su ser y su esencia que se atrevió a bajar al suelo y bailar alrededor de su cabeza para mofarse de su persona, tenía sentido, pero lo tenía sobre su no existencia.
Tembló, captó la relevancia de tal proposición y sintió cómo su estructura ontológica se desvanecía, aquella que trató de proteger dentro de su gran escondite, que trató de suprimir con pensamientos del lenguaje e intentó solucionar consumiendo a la más rica de las frases filosóficas. Ahora desaparece, se convierte en un positivismo lógico.
El interlocutor, padre de la proposición asesina, revisó dentro y fuera de la habitación sin dejar rincón alguno donde posar aquel ojo hostigador y juez de la verdad; también analizó, personificando a Averroes y su intensidad de análisis, dentro de los cajones del escritorio, sobre y debajo de aquel mueble que por dentro contenía todo un mundo y sistema lógico-filosófico; fue así como demostró la certeza de su enunciación.
Antes de levantarse y de limpiar sus rodillas empolvadas por el resto de los personajes místicos que expulsaron sus palabras, pudo escuchar, con gran nitidez, la última frase de aquel espíritu que se desvanecía: De lo que no se puede hablar hay que callar.
Diego Alberto Ramírez García
Egresado de la Preparatoria 5