Ámbar

1976. El zumbido de los insectos velludos, con sus bellos patrones amarillentos y negruzcos, no le molestaban a Martha; para ella era como el sonido del universo al nacer, un consuelo para la represión, un escape del amor doloroso hacia el Creador y un recordatorio de lo intrincado de la vida.

          Martha no aborrecía su existencia, su mudanza al convento de San Hipólito a los 15 años fue tan presurosa e ineludible que sólo quedaba resignación ante los mandatos de su padre, un hombre que se arrepentía día con día de haber engendrado una anormalidad perversa; 40 años después, su padre descansa bajo tierra, con su conciencia en negrura, y sus palabras aún haciendo eco en la mente de su retoño.

          Durante uno de los múltiples viajes a sus labores apicultoras cerca de la ladera de un cerro boscoso, Martha vio a lo lejos lo que parecía un espejismo: Helena, una novicia agraciada de 18 años, que daba alaridos afligidos y lastimeros, llenos de frustración e impotencia; dos monjas arrastraban a la señorita dentro del convento, donde después la enorme puerta de madera antigua carcomida por termitas cerró, un carruaje se alejó de la escena, los caballos caminaron con pesadez.

          Martha dormía en su austera habitación, decorada con una silla, un escritorio, una cama básica e incómoda y una imagen de San Hipólito. Una abeja entró a su habitación y se posó en su mejilla, la monja despertó y se lamentó por ello. Comenzó a llorar, como una niña pequeña, mientras observa cómo su casa se vuelve cenizas tras un incendio incontrolable, que traspasa capa tras capa de piel hasta llegar al tuétano. Satanás la había tomado como un muñeco de trapo y abierto su vientre cual mantequilla tibia para revolver sus entrañas, llenando sus manos de sangre y fluidos.

          Martha terminó. Su breve éxtasis derramó arrepentimiento. Caminó hacia su escritorio y encendió una vela. La llama era alta e imponente. Puso la palma de su mano sobre la flama y lloró, no por el insoportable dolor, sino por el reconocimiento de las tinieblas que la envolvían y que prometían no irse nunca. La mujer rogó por su salvación.

          En la cocina, de los 50 cuchillos que estaban inventariados en un cuadernillo viejo que se encontraba en el buró de la Madre Superiora, faltaba uno. En su habitación, justo antes del amanecer, la memoria de Helena retenía por última vez el rostro de su tórtolo de piel caramelo; la sangre de la novicia era absorbida por la frazada de lana que tapaban sus pies pálidos y fríos. Dios actúa de maneras misteriosas.

          El velorio fue de un silencio ensordecedor, rostros marcados por la edad, la amargura o el ayuno observaban el cuerpo dentro del féretro mientras sostenían un rosario murmurando palabras que parecían un idioma olvidado y marchito, un mantra polvoriento. Paulatinamente, todas se retiraron, excepto Martha que, como un gorrión asustado, estaba sentada en un rincón.

          Se acercó y tocó la carne perlada, en cuya superficie existían caminos azulinos, antaño de mucho movimiento, ahora ignorados y abandonados. Abrió sus párpados y admiró sus ojos aturquesados, sus labios esculpidos por Canova, su cabello pelirrojo perfectamente recogido cuyas brasas se habían extinguido y no quedaba rescoldo alguno. La psique cuerda de Martha cayó al suelo y se quebró en cientos de pedazos esparcidos por el prístino azulejo de la habitación, mientras su rostro se mantenía congelado, aceptando con resignación el designio, y tratando de calmar el dolor pesaroso de haber perdido a su Afrodita furiosa, que decidió adelantarse al eterno descanso. Debido a la osadía de la oposición de la afligida jovencita a seguir el plan divino y haber forzado su voluntad, su lápida merecía un lugar en la colina detrás del convento, un espacio tan solitario que hasta Dios se olvidaría de ella.

          Martha ahora aborrecía su existencia, no dejaba de tener el mórbido pensamiento de gusanos mascando sin delicadeza y con un salvajismo aberrante el cuerpo de Helena hasta dejarlo en una impersonal osamenta; el que sucediera esto era una afrenta con todo lo lógico y lo congruente, una falla terrible, un error de cálculo gravísimo que abatía todo lo construido hasta ahora. Dios y su cordero habían errado, Martha no lo haría de nuevo.

          Recolectó litros y litros de aquel dulcísimo néctar, llevándolos a la colina con dificultad. Mientras tanto, en el convento, una hermana curiosa notaría que el inventario de la cocina ahora tenía un ligero error: no faltaba un cuchillo, sino dos. Así que, caminando lentamente por la floresta, miró con condescendencia al convento que ahora, a la lejanía, era una pequeña mota negra.

          Abrió el féretro con ojos cerrados y respirando por la boca vertió toda la miel hasta llenar el ataúd. Martha miró al cielo, segura de su inmortalidad tanto terrena como espiritual, mientras su vida salía a borbotones mezclándose con la miel, al lado de aquella sublime creación, y sumergiéndose cada vez, hasta que sus ojos vieron color ámbar y nada más.

José Antonio De la Torre Vega

Egresado de la Preparatoria 7