<<No puedo seguir con esto>> pensaba recostado en mi cama mientras miraba al techo. Mi esposa, Sonia, dormía aún a mi lado. Apenas con el rabillo del ojo miré hacia la ventana como un tonto, esperando un utópico sueño que sabía que jamás llegaría, pero no vi nada que no hubiera visto antes: la espesa neblina que invadía como de costumbre el exterior.
Mi mujer despertó poco después e inició su rutinario día: se levantó y se puso ropa sencilla, zapatos igual, salió hacia la habitación de los niños y los ayudó con el uniforme, luego bajó a la cocina a preparar el desayuno. Yo me tomé mi tiempo. He escuchado que hace muchos años, más de los que el padre de mi padre recordaba, el hombre y la mujer eran iguales y que incluso ellas llegaron a tener una activa participación en la sociedad, pero son sólo cuentos.
Había pasado todo el verano haciendo turnos dobles en el trabajo. Me puse mi uniforme y bajé. Ya estaban puestos en la mesa los niños; eran aún tan frágiles y pequeños. Sonia puso sobre la mesa unos huevos fritos. Me alegré de que hoy tuviéramos el doble de la semana pasada. Julio y Javier también estaban felices. No pude evitar sonreír, y Sonia tampoco.
— Coman ustedes, yo no tengo hambre–Dijo Sonia. Era la tercera vez esta semana que “no tenía hambre”. Me detuve a observarla: estaba ya tan delgada y pálida.
Hace algunos años que había comenzado la escasez, como solían llamarle por televisión. Ya había pasado tanto tiempo desde que prometieron que todo mejoraría, pero lo único que hacía era empeorar.
— Yo tampoco– dije, y dejamos que los niños comieran hasta el último bocado.
— Ahora váyanse, que para la cena aún quedan unos huevos– Nos motivó Sonia a dejar la casa. Hace mucho que habíamos dejado de tener tres comidas al día.
Caminamos al sótano juntos, y llamamos al ascensor, que siempre tardaba unos minutos en llegar. Tenía a Julio y a Javier tomados de la mano. Nunca olvidaré el día en que nacieron, cuando Sonia y yo nos enteramos que no era sólo Julio, o no sólo era Javier, eran Julio y Javier y no lo supimos hasta que vimos salir a ambos.
Aprecié un segundo el sótano, en su totalidad estaba vacío, a excepción del ascensor y unos viejos generadores que distribuían energía, principalmente a los filtros de aire que evitaban que termináramos asfixiados, repartiendo prudentemente raciones de oxígeno por toda la casa.
El ascensor llegó. Bajamos al menos 9 pisos y cuando llegamos al correspondiente, Julio y Javier se unieron a la fila de los de preescolar, y yo a la de los obreros. Pude notar que en la fila donde estaban mis hijos faltaban dos niños.
— Cada vez somos menos, ¿eh?– dijo un compañero– Este no es un lugar para niños.
— ¿Qué pasó con Rubén?– pregunté en tono discreto refiriéndome al padre de los niños que faltaban.
Respondió con un gesto en la mirada, y yo seguí la dirección que señalaban sus ojos, que me llevaron al final de la fila. Y lo alcancé a ver, cabizbajo, allá atrás. Había sido un pésimo verano, para unos más que para otros.
Para llegar a los túneles en los que estábamos trabajando tuvimos que atravesar un par de campos, proyectos del gobierno que jamás dieron frutos, literalmente sus cultivos estaban marchitos y sus ganados enfermos. Además, en el segundo campo se alcanzaba a ver un largo pasillo. Aquí se detuvieron algunos obreros. Era la sala de máquinas, el centro de control de la electricidad de los túneles y las casas. El resto de obreros caminamos hasta las minas.
Trabajé una jornada más larga de lo normal. Las minas estaban casi vacías. Me encontraba ya tan cansado que sólo pensaba en volver a casa. Caminé casi automáticamente entre los túneles y me detuve a mitad del campo. Me quedé quieto mirando cómo se llevaba a cabo el cambio de turno de los obreros que trabajaban en la sala de máquinas. Sabía que era el momento oportuno.
Llegué al ascensor y esperé por él. Salí al sótano y subí feliz las escaleras con mis reservas de energía y tomé aire para gritar <<¡Ya llegué!>> pero en lugar de ser recibido con besos y abrazos, como era lo usual, escuché sollozos, así que seguí el origen del sonido, y cuando atravesaba la cocina me detuve en seco, pues había vidrios rotos por todos lados, cajones desordenados y trastes en el suelo. El refrigerador estaba volteado, también en el suelo y completamente vacío. Supe lo que había pasado y recé porque no hubiera heridos. Encontré a Sonia y a los niños, por fin, en mi habitación, llorando ahora desconsolados y abrazándose con fuerza. Me uní a ellos en llanto y dolor. Esa noche dormimos juntos con la televisión encendida.
Desperté a mitad de la noche; nunca me había sentido tan débil y vulnerable, pero sobre todo sentía una enorme impotencia, tenía mis manos atadas. Lo mejor que podía hacer por ellos era trabajar tiempo extra, pero le faltaban horas al día para poder compensar las ganancias frente a las pérdidas, y aunque tuviera más horas, sentía que a cada paso mi cuerpo se desgastaba más de lo habitual. Mis brazos y piernas me exigían desesperadamente parar. La oleada de crímenes y asaltos a los hogares de familias honestas propiciaba la muerte por deshidratación y hambre.
Iba a la mitad de mi vida, pero mi vida no aspiraba a más, no había algo mejor, ni para mí ni para ellos, lo único que podíamos esperar era dolor, del que da tras varios días sin comer, el cansancio, pero sobre todo, el sufrimiento de ver a quienes más amas perecer frente a tus ojos sin poder hacer nada. No puedo con esto. Me levanté con cautela y dejé que mis instintos me guiarán. Sin darme cuenta, estaba en el sótano. Llamé al ascensor por última vez. Conté del uno al nueve los pisos que descendía. Los mismos que esta mañana. Atravesé los túneles con una sensación extraña en la garganta. Llegué al primer campo, y sentía la calma de la tierra con mis pisadas y cómo las semillas que jamás llegaron a ser plantas luchaban por salir para agradecer mis decididos pasos. Caminé lento pero firmemente al segundo campo, allá donde estaba el ganado, y noté que sus ojos suplicantes apoyaban mis pensamientos. Desde donde estaba alcancé a ver el inconfundible pasillo que había estado dibujado en mi mente desde el momento en que me levanté de la cama. Ahora mis piernas actuaban antes que de que siquiera se percataran de la situación, y de un momento a otro ya había atravesado el pasillo. En la sala de máquinas las luces titilaban, a punto de extinguirse. La sala estaba vacía, a pesar que estaba expresamente en la ley que jamás debía estarlo. La misión era bastante sencilla. Tomé un viejo tubo oxidado que encontré en el suelo; tenía una extraña mancha oscurecida de algún líquido que me resultó familiar. Busqué entre cables y máquinas mi objetivo, hasta que lo encontré. Tan solo hacía falta bajar el interruptor, y lo hice sin pensarlo demasiado. El panorama se hizo más lento y mis movimientos también. El aire se hizo más espeso, casi tangible, y respirar era cada vez más difícil y doloroso. El tiempo también parecía alentarse. Mis pies me engañaron y terminé cayendo entre los cables. Todo se veía borroso desde el suelo, excepto el oxidado tubo que aún sostenía en mis manos, aparecieron en mi mente cientos de imágenes tan claras como aquel tubo, imágenes de cómo mi mano, empuñando ese oxidado metal viejo atravesaba tejido blando uno tras otro, y cómo había sido teñido poco a poco por el líquido ennegrecido que alguna vez fuese rojo carmín, tan brillante y tan vivo, ahora opaco. Vi los cuerpos cayendo a mis pasos, y ahora aparecían tirados en la sala de máquinas, los pude ver ahí acostado como si despertara de un sueño. Pero no sentí culpa. Sentí cómo me ardían los pulmones cada vez que intentaba respirar. Dolía, hasta que el oxígeno no pudo entrar más.
Nayeli González Ortiz
Preparatoria de Jalisco