“…Qui tollis peccata mundi, exaudi nos, Domine”, levantó el cáliz y las siete velas dejaron de arder.
Una lluvia de balas irrumpió por la puerta de la sacristía. La asamblea, en pleno horror, huyó desesperadamente. María recibió un impacto en la cabeza y sus hijos la agitaron en un triste intento de hacerla reaccionar; también fallecieron. Ramón arrastraba el herido Joaquín, quien se empapaba poco a poco la camisa de sangre. Ramón quiso salir por la puerta que da al convento, pero un proyectil lo dejó inmóvil en el suelo, en eso gimoteaba su hermano mientras sangraba profusamente. La familia Arámbula logró salir. Agachados y tropezando escaparon por la plaza entre alaridos y detonaciones. Llovía a cántaros y la visibilidad era muy pobre. Hermilio jaloneaba a Esthercita con fuerza, quien soportaba los tirones mientras castigaba a su otro brazo con el peso de su niña; una lloraba aterrorizada, la otra nomás pelaba los ojos.
─¡Se han de haber cruzado por Zapotlanejo!─, se alcanzó a escuchar entre todo el alboroto.
Finalmente llegaron al 20 de la calle Madero. Hermilio cerró la puerta y llevó a su esposa e hija a la cocina.
─Alza a la niña, voy por el rifle.
Blanquita se aferró a su madre, quien le ayudó a meterse al hueco oculto en el muro, quedando de pie entre la pared del comedor y la que da a la calle.
─Allí quédate m´hijita, ¡y ni te asomes hasta que no esté todo tranquilo! ─ordenó.
La niña se quedó sollozando, con los pies hundidos en el barro y las cucarachas tapándole las piernas.
Esther regresó al zaguán con su esposo, quien ya había cargado el arma. No pasaron ni diez minutos. Golpearon la puerta.
─¡Abra, General, con una chingada! ─ladraron desde la calle.
─Son los federales ─pensó Esther, apretando su rosario.
Miró a su marido que había tomado el rifle y la apuntaba hacia la calle. Él pareció leerle el pensamiento:
─Son varios.
Al no recibir respuesta, empezaron a desbaratar la cerradura a marrazos.
Hermilio perdió la calma y disparó contra la puerta; apenas pudo despostillar la madera. Casi al mismo tiempo la puerta cedió y cayó hacia afuera, los soldados se hicieron a los lados y entraron. Esther corrió hacia la cocina cuando le dispararon en la pierna; uno de los intrusos la pateó en la casa y el lodo de su buta le manchó el rebozo. Penetró en su boca el amargo sabor a sangre. Trató de arrastrarse, no pudo moverse. A Hermilio lo desarmaron y lo amarraron de brazos y piernas a una silla en la cocina.
─¿Dónde tienen el parque? ─preguntó el comandante Diéguez, mientras sus esbirros destrozaban los muebles.
En el corral, Manuel, el más joven del grupo, disparaba con saña a las vacas y a las chivas.
Blanquita escuchaba todo el alboroto, enjuagándose las lágrimas con su pañuelo. No dejaba de llorar. Con las manitas se tapaba la boca, evitando ser oída. Imaginó de todo con el caos que tenía lugar a centímetros suyo. Estas penas no la dejaron más que rezar por el bien de sus padres. Hermilio nunca habló, a pesar de todo.
─¿Con atolito vamos sanando? Pues atolito vámosle dando.
Diéguez, harto, tomó del cuarto una imagen de la Virgen y lo golpeó viciosamente al general con ella hasta hacerla trizas. Los soldados se carcajeaban y le magullaban el cuello y la espalda a culatazos. Esther no pudo hacer nada y presenció toda la escena desde el zaguán. Enfurecida, insultó a los federales en tanto éstos se burlaban de ella, que se encontraba postrada junto al cancel.
─¡Qué viva Cristo Rey y santa María de Guadalupe! ─ dijo con las últimas fuerzas que le quedaban, no pudo despedirse de su marido.
Entrada ya la tarde los seis hombres se retiraron sin más rumbo a la plaza, donde se haría sumario de la operación. Uno de ellos se quedó a hacer guardia a unas cuantas puertas, en la esquina. Blanca esperó hasta no escuchar ni un alma, entonces, con todas sus fuerzas, apoyó en los ladrillos para salir del hueco. Cayó al suelo de la cocina, donde su vestido se tiño de rojo. Estaba ya todo tranquilo.
Fernando Daniel Nieves Camacho
Preparatoria Regional de Santa Anita