Joel estaba preocupado, caminaba tambaleándose con precaución de que su madre no se enterara de lo que hizo. “Valió la pena”, pensó mientras se acomodaba los pantalones cuidando su secreto.
El pueblo era pequeño, si algo pasaba todos lo sabían. En las calles se comentaba el robo a una tienda de antigüedades. A pesar de que aparentemente no se trataba de algo valioso o incluso importante, la vendedora estaba histérica. A Joel no le interesaban las pláticas de los demás, por lo general le aburrían, pero aun así se enteró de ello. Escucho la locura de aquella mujer por algo tan insignificante, pero igual que Joel, pensaba en lo valiosa que era esa caja que ahora él poseía.
Le pareció absurdo que la pequeña caja tuviera una advertencia: “No abras esta caja”. Encogiéndose de hombros la abrió y vio algo que lo desconcertó. En realidad era muy pesado, parecía costoso, pero a él no le interesó tal cosa. Descuidado tumbó la caja y salió un pequeño papel que decía: “No sabes cuánto lamento que la hayas abierto”.
Pasaron los días y la gente iba disminuyendo, todos desaparecían sin razón aparente. Joel escuchó algo que lo alteró, lamentos y gemidos que provenían de su armario, mismo lugar en donde dejó la caja abandonada. Todo empeoró, sus sueños lo llevaban a una realidad en donde todo parecía cierto, entre un millón de confusiones y voces que le susurraban al oído: “Vas a extrañar tener miedo en cuanto veas su rostro, en cuanto te toque sentirás el fuego adentrándose en tu alma”.
Joel investigó por cuenta propia lo que estaba pasando. Prefirió decir la verdad sin rodeos y enfrentar a la vendedora. No fue exactamente lo que esperaba. “Un disculpa y todo estará bien” no fue lo que resultó. En realidad la mujer comenzó a hablar sola, se dirigió a las paredes contando todo lo que se le vendría a Joel, resumió que esa misma caja le pertenecía a alguien, no, más bien era una cosa que tomó la forma adecuada para embonar en este mundo. Convirtió una condena absoluta en lo que podría ser el regalo perfecto para cualquier mujer. Metafóricamente teniendo en cuenta la ambición y seducción de cualquier objeto.
A partir de ahí, Joel alucinaba sus miedos, los tenía de frente, viviéndolos en carne propia, fuera de sus pensamientos ingenuos, mismos que congelaban su alma y secuestraban su voz.
Se detuvo la radio, ya no había quién diera noticia de los desaparecidos, por lo visto sólo él quedaba y el oscuro ser que lo acosaba a cada segundo del día. Salió corriendo, esperaba librarse de ello mientras le pisaba los talones. Entró a un laberinto con un mar de dudas y la irrelevante esperanza de encontrar una salida, pero encontró una respuesta. Lo que antes era un estacionamiento ahora sólo era un lugar extenso habitado por toda la gente desaparecida. Vio a esa cosa que reclamaba por su objeto valioso y añoraba su presencia llamándole con una voz cálida y tranquila. Joel dobló su cuerpo dejando caer las rodillas al piso mientras vomitaba por el asco que le provocó ver y oler a esa cosa después de desprenderse del cuerpo humano que traía encima.
Esa misma cosa se levantó del trono improvisado hecho de partes humanas. Extendió su brazo pidiéndole de nuevo que le regresara la caja, pero Joel se la negó rotundamente. Entendió la necesidad de ello, pues era lo único que le daba el poder. No le tuvo temor a pesar de lo que era, la imaginación de Joel era inmensa y, para él, estaba frente a un demonio.
Se acercó un poco más, resbaló varias veces a causa de la sangre fresca, los dedos amontonados en un espacio y los cabellos en otro, ya sólo quedaban los cráneos manteniendo una expresión que más que miedo, suplicaban piedad.
Joel pensó en destruir lo que había dentro de la caja, pero una visión del futuro le hizo ver que eso sería peor que la muerte. Las lágrimas rodaron por sus mejillas hasta caer al suelo, se volvió a inclinar, pidió piedad, pero sólo consiguió que se burlara de él. Así que le propuso algo, hizo un trato con esa cosa, algo que no supe, no pude escucharlo desde mi escondite, estaba inmóvil frustrándome por mover cualquier músculo. Al final funcionó y todo volvió hacer casi como era antes.
Fue como si nadie recordara nada, como si nunca hubiera ocurrido. Jamás podre olvidarlo, y a pesar de ello caí en la fría tentación que daba placer a la curiosidad que había dentro de mí por descubrir algo en lo prohibido. Joel se condenó el resto de su vida a cuidar del objeto hasta la muerte. Ojala hubiera escuchado lo que dijo aquel día.
Debí haberlo pensado dos veces antes de abrir la caja. Los escucho debajo de mi cama, están por todos lados; me miro al espejo y me agrada el collar que había adentro, pues me provoca una linda sensación aunque al mismo tiempo siento cómo mastican mi piel. ¿Lo peor? Es que esto apenas comienza.
Norma Gloria Macías Álvarez
Guadalajara Lamar Plantel Hidalgo