¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No. Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal de un mundo físico a un mundo más fácil, descomplicado en el que habían sido eliminadas todas las dimensiones.
Gabriel García Márquez, “Eva está dentro de su gato”
A las tres en punto salió del café D´val, en el 688 de la calle Pedro Moreno, la tarde pasaba más lenta que de costumbre, aún tenía una hora para comer antes de ir a su próximo compromiso, caminó seis cuadras hasta llegar al Mercado Corona, pero esta vez prefirió comer enfrente, en una pequeña fonda que había visitado anteriormente. Esa ocasión pidió el guiso del día, un plato de carne en su jugo, aunque siempre había sido fiel al filete de pollo con frijoles fritos, tolerable para los 25 pesos de su costo. No había mesas disponibles y esperó a que un lugar estuviera libre. La mesera la llevó a la mesa trece del segundo piso, era una mesa naranja para cinco personas con sillas azules, que daban de frente a un espejo, dando la posibilidad de ver a las demás personas comer. Mientras esperaba que le trajeran su plato, miró en el espejo un rostro que apenas reconoció, se dio cuenta, que estaba terriblemente sola, o por lo menos ella lo sentía así.
No era una soledad verdadera, más bien interior, pensó, venía de una reunión con los compañeros y en media hora se hallaría en el Bolerama con sus amigos de preparatoria, entonces, ¿por qué se sentía sola? Llegó su orden y a la par de los bocados que introducía en su boca, crecía un sentimiento de extrañeza en su garganta, las pupilas se sumergían en un espejo donde no podía encontrarse, sólo podía ver a las personas a su alrededor, una familia comiendo a la derecha, un par de amigos atrás y a la izquierda, y en un rincón una señora que parecía estar igual de sola que ella, con la diferencia de que estaba hablando con alguien por teléfono. Así continuó y mientras tragaba un bocado, pensaba que todas esas personas estaban menos solas que ella. Bocado, soledad, bocado, soledad, bocado…
Aún no terminaba de dar vueltas al asunto cuando el plato ya estaba limpio, se paró de la mesa, bajó las escaleras y pagó sin dejar propina. Salió de la fonda y caminó con dirección al compromiso que tenía en veinte minutos. En el camino se encontró con cientos de rostros desconocidos y con la certeza de sentirse rechazada por sí misma. Caminó y dio vuelta a la derecha, siguió recto por la ruta que siempre tomaba, Juárez, después Colón, no por ser el camino más rápido o corto, sino porque era el que sus pasos conocían a la perfección.
Tres metros, volantes de comida china, cinco metros adelante, becas para escuelas de inglés, cuatro metros más, un artista callejero pintando con gises el suelo, paisajes que poco a poco son borrados por los pasos de la gente que va ciega y con prisa, seis metros, un semáforo que los peatones difícilmente respetan, y así hasta llegar a la terminal de la ruta. Corrió para alcanzar el camión, intentando ignorar el dolor que se hacía presente en su rodilla siempre que corría sin calentar. Subió las escaleras, después recibió la mirada de recelo del conductor por pagar con Transvale y se sentó en el lugar más cercano a la puerta trasera, como era su costumbre, para evitar el tránsito interno del pasillo.
Llegó de golpe la siguiente zarpada, cerró los ojos y no había nada esta vez, ni recuerdos o fantasías poco alcanzables, lo que de costumbre encontraban allí al comprimir la vista, abrió los ojos asustada con esa revelación, y prefirió no cerrarlos de ahora en adelante y mejor observar por la ventana. Bajó del bus y optó por llegar hasta adentro creyéndose atrasada en tiempo, se dirigió a la taquilla del boliche, aún no llegaba nadie, miró la hora en su teléfono, era comprensible, llegó unos minutos antes, y conocía los retrasos que siempre cometían sus compañeros.
Esperó en la entrada, se sentó en un lugar que diera de frente a la calle, aunque el sol le daba de lleno y le cegaba la vista. Diez minutos, no se veía venir nadie, veinte minutos, las cosas no habían cambiado mucho, treinta minutos eran suficientes para hacer una llamada y preguntar qué pasaba.
–Oye, ¿qué pasa?, vienes algo tarde.
–En realidad no podré ir, disculpa, estoy un poco ocupado, hablamos después.
Colgó. Dio por hecho que los demás tampoco venían en camino, reparó en la situación, entonces decidió llamar a alguien a quien siempre acudía cuando se sentía quebrada.
–¿Está en su casa?
–Sí, ¿por qué?, ¿necesitaba algo?
–Sólo quería saber si no le molesta que lo visite.
–No, en realidad estoy aburrido.
–Está bien, lo veo en 15 minutos.
Aún no colgaba cuando ya iba en esa dirección, de camino tomó una hoja que le cayó en la cabeza y descubrió con su tacto toda la geografía, también se hizo de una tapadera de refresco, la hizo cruzar el pavimento, piedras de empedrado y tierra, de patada en patada. Llegó poco después de los quince minutos, tocó a la puerta, él abrió y ella se fue de paso hasta su habitación, quitó la ropa sucia que estaba en el suelo, recorrió unos zapatos y pateó la basura debajo de la cama, después se tiró al suelo y volteó al techo aún con temor de que al cerrar los ojos no vería nada. Contó la pequeña plaga de hormigas que se metía en una grieta en la esquina. Fueron trece.
–Me siento sola.
–Usted siempre está sola.
–Esta vez es diferente
–¿A qué se refiere?
–Creo que ahora me pesa estarlo.
La mesera llegó con la cuenta en la mano, ella apartó la vista del espejo y miró un plato vacío, se paró de la mesa, bajó las escaleras, pagó sin dejar propina, salió de la fonda y caminó en dirección al compromiso que tenía en veinte minutos.
Karla Elizabeth Martínez Cruz
Preparatoria 12
Publicado en la edición Núm. 11