Sin pluma ni tintero

En la calle De las Margaritas contando el número 87, se encontraba una hermosa casona, de edad indistinguible, esplendorosa a la vista como cada uno de los bienes que poseía el importante dueño, cuyo apellido podía leerse en letras doradas sobre brillante placa que decía: “Familia Almonte, gente de palabra honrada”. Y mirando dichosa placa como por primera vez, un viejo cartero lanzaba discretamente una carcajada incrédula, mientras depositaba un puñado de gordos sobres dentro del magnífico buzón.

Levantando su gorro, deseándole un buen día al arrugado mensajero, un hombre bien vestido, pero sin llegar a elegante, cruzaba por la bella puerta de herrería, dispuesto a investigar el contenido del refinado casillero.

–¡Rosalía! ¡Mire cuántas cartas han llegado! Una docena para su padre y otras dos para quién sabe –decía en voz alta el atrevido joven, quien tranquilamente entraba por el finísimo portón de madera.

–¡Pero si me ha dado un buen susto, entrando así como si de su casa se tratara! –respondió Rosalía algo alterada.

–¿Qué no me ha dicho usted que ésta es como mi casa, Que puedo pasarme por aquí cuando quiera, que no hay ningún problema?

–No lo decía tan literal, pues al menos podría tocar a la puerta.

Dando un profundo respiro primero, soltando una coqueta risa después, la joven se acercó al muchacho y plantándole dos besos, uno en cada mejilla, le invitó a tomar asiento mientras separaba cuidadosamente los voluminosos sobres.

–¡Doce cartas para mi padre! –se quejaba molesta–. Y no son las primeras.

Me hubiera avisado que saldrían tanto tiempo fuera, pero ese hermano mío puede ser tan cabeza dura. Ahora diga usted, ¿quién cree que debe reenviar toda esta correspondencia?

–¿Y por qué no le avisa a esos que envían las cartas que el señor de la casa no se encuentra? –preguntó el joven aun estando de pie, con un tono de voz que sugería que ya se imaginaba la respuesta.

–¡Porque no les conozco! –exclamó ella irritada y después de una breve pausa continuó–. Banqueros, funcionarios, burócratas… ¡Sabe lo mucho que me disgusta esa gente! Además no podría estar menos interesada en los asuntos de mi padre, manteniendo estas relaciones… ¿se imagina para qué? No, usted no podría saberlo. ¡Usted tampoco conoce a esa gente!

Rosalía calló de repente analizando sus palabras, se hizo un silencio desagradable, donde el joven, satisfecho con la respuesta pero a la vez apenado, se arrepentía de su manía de hacer preguntas provocadoras, como también ella deseaba a veces poder ser menos directa y pensar mejor en lo que decía.

–Veo que ha podido leer los destinatarios en los sobres –articuló rápidamente la joven para iniciar una conversación de nuevo.

–Así es, amiga mía, ya no me es complicado leer textos cortos, aunque los más largos siguen siendo problemáticos. ¡En cuanto veo amontonadas muchas letras me pongo de nervios y se me olvida cómo pronunciar cada una! ¡Ah, pero no se preocupe que si estoy tratando con el libro que me ha prestado, y aunque un poco lento, he leído yo solo desde la página dieciocho hasta la cuarenta y ocho!

Al escuchar todo esto una sonrisa se dibujó en el rostro de Rosalía, alegrada por el progreso que presentaba su amigo.

–Tal vez pueda enseñarle a escribir de una buena vez –sugirió ella.

–¡Y que si no me gustaría! –contestó alegre–. Pues ya que hablamos de cartas, justamente ayer pensaba en cómo quisiera enviar una. Pero ¡pobre de mí que no puedo ni sostener bien una pluma!

–No se preocupe –dijo la joven riendo–, que a eso yo le enseño, aunque nos tomará un tiempo. Por ahora yo escribiré su carta.

Dirigiendo al muchacho hacia el despacho de su padre, se sentó Rosalía en el elegante escritorio del jefe de la casa y tomando una pluma, tintero y papel, preguntó con curiosidad:

–Entonces, ¿para quién es la carta?

–Para una mujer –respondió él suavemente–. Una mujer que admiro mucho.

–¿Acaso visitará a su madre? –cuestionó ella sorprendida.

–¡Oh, no, no, no! Mi padre no quiere verme ahí –opuso el joven de inmediato–. No. Es para otra mujer que he conocido y creo que ahora la amo.

–Ya me ha contado lo mismo antes y no ha funcionado una sola vez. ¿Cree que ahora ella sí le responda?

–¡Claro que lo creo! Esta vez sí va en serio –contestó firmemente.

–De acuerdo –asentó no muy convencida–. Y como sé que no me dará el nombre, ¿qué le parece si comenzamos así: “Mi queridísima niña”? Porque supongo que se trata de alguien joven.

–Sí, claro que lo es, es muy joven y muy bella.

–Bien –continuó algo escéptica–. Ahora dígame, ¿de qué quiere hablar?

–Pensaba iniciar con la frase: “Disculpe mi atrevimiento, pero últimamente…”.

–¡Usted es lo único en lo que pienso! –interrumpió emocionada.

–¡Exacto! ¡Justamente eso! Pero, ¿cómo lo supo?

–Lo sé porque recuerdo esa misma línea escrita en el libro que le he prestado –dijo traviesamente–. Si quiere que lo escriba, esperemos no se dé cuenta que lo ha sacado de una novela.

–¡Pero si se dará cuenta! Pues es una mujer muy inteligente, ¡y ha leído tantos libros que llenaría una biblioteca! –aclamaba exaltado.

–Disculpe que se lo diga, pero usted es siempre muy exagerado.

–Porque es la verdad, mire, mejor sigamos –aclaró su garganta–: “Usted es lo único que pienso, porque además de ser amable graciosa y sincera, tiene la sonrisa más tierna de la que haya dado cuenta”.

–¡Por dios! Debe ser un ángel –exclamó Rosalía riendo nuevamente–. Me parece que usted está tan enamorado que de verdad exagera, pero mire, a las mujeres nos gusta que nos hablen bonito, por eso lo dejaré así. Como sea, al grano, ¿cuál es el mensaje principal?

–Sí, veamos: “Es por ello que ya desde hace un tiempo he pensado realizarle una proposición: Quisiera que usted se casara conmigo”.

–¡Que se case con usted! –volvió a interrumpir la escribiente–. ¿No le parece muy repentino?

–Ya hace tiempo que le conozco –respondió el joven confundido.

–No es eso –aclaró ella–, es usted que no está en condiciones para realizar una boda.

–Eso no será problema, nos casaremos cuando pueda pagarlo todo. Sólo quiero que ella se entere de una vez, para que pueda pensarlo.

–Bueno, sabrá usted –dijo resignada–. Sepa que me gustaría poder ayudarle, pero conoce a mi padre, usted a él mucho no le agrada.

–No se preocupe, no me tiene que ayudar. Lo que ya ha hecho por mí es demasiado y nunca podré pagarle.

–Bien, basta ya de eso y volvamos al papel –decía ella ruborizada–. ¿Cómo le gustaría continuar su carta?

–“Si no puede ser pronto –continuó él, pensando cada palabra–. Esperaré el tiempo que sea necesario. Sepa que mis sentimientos son sinceros, que mi amor es sólo para usted y la haré feliz el tiempo que estemos juntos”.

–De verdad que esos libros que le he prestado le han afectado algo. Mire qué romántico se ha vuelto usted, aunque sigo pensando que es algo exagerado.

–Le digo que no exagero…

–¡Pero que sí lo hace! –replicó la joven fingiendo estar enfadada, pues en realidad le divertía esa conducta recurrente de su amigo.

Rosalía se levantó y buscando entre las cosas de su padre, encontró un sobre blanco. Firmó la carta con el nombre del muchacho, le metió en el sobre y se la presentó al joven, quien apenas la tocó con las puntas de sus dedos cuando ella sin soltarla recordó algo importante.

–¡Espere! No le he puesto al sobre la dirección del destinatario.

El joven se mantuvo en silencio un momento y sin tomar la carta dijo finalmente en voz alta:

–La dirección es calle De las Margaritas, número 87, dirigida a la señorita Ana Rosalía Almonte.

Ella no volvió al escritorio, no apuntó la dirección. Sostenía el sobre con manos temblorosas, con las mejillas rojas, con la sonrisa más tierna de la que él haya dado cuenta.

 

José Carlos Danell Haddad
Preparatoria 15
Publicado en la edición Núm. 11