Mariana Macías Rosado | Universidad de Colima
En la radio, una canción que dice mi nombre. Papá sube el volumen del estéreo que
grita que no puede más.
Mi nombre dicho de una manera en la que nunca lo había escuchado, con una agonía
que tiene destreza para envolver el alma, con desesperado amor y ternura, con
curiosidad alarmante que procura el cuidado. Tanto impactó, que no he permitido que
me abandone.
Le conté a mamá de mi melancolía. Como fondo, el piano decidido y la exclamación
agonizante de mi nombre, que escogió con ansias, sin inspiración, con
revelaciones y epifanías.
Al escucharme, recogió y al terminar, me entregó, las manos con uñas rojas mal
pintadas y con cuidado, otra vez, los pedazos de mi pobre corazón. Y me di cuenta
de que, como ha sabido recoger mi alma, recogerá mi cuerpo, inerte por amor.
Lloré por ella, que me dejó pronto, porque la extraño sin poder recordarla, porque no
estaba lista para dejarla.
Lloré porque soy feliz, porque debería
serlo, pero no hay manera de negar
que el abandono ha caminado junto a
mí, fiel y complaciente.
Lloré porque la vida me ha estado
abandonando por pedazos desde sabrá Dios
cuándo, trozo por trozo, con tortura. Y
mamá, que intenta recogerlos en el costal
azul marino que rompe y vuelve a coser.
Lloré porque no le pertenezco a nadie. Lloré
porque el intrínseco, humano deseo de ser el
objeto de adoración y no el adorador, nada más
no me abandona.